REGIÓN DE INVIERNO


    Iniciaremos el viaje del invierno con el alma bien abierta, no solo saludando a los ríos que buscan los declives del sur, sino también a las cumbres nevadas de la cordillera Cantábrica, nosotros, los que habitamos los durísimos interiores del Noroeste Atlántico... Porque vivimos en el manantial del frío, una tierra que bien podría haberse llamado Región de Invierno.


    Llegaremos a su lumbre y, después de sacudirnos la sal que arrastren nuestros labios, hablaremos de las semillas que arrojaron los muertos del carbón en los valles del Bernesga, y de los cereales abandonados en casi todas las colinas y de esos rebaños de ovejas que vagarán balando de entusiasmo por las riberas del Esla y el Órbigo y el Porma... Será largo y épico y subversivo el invierno que alberguemos. Porque es probable que continúen subiendo el coste de la luz y el precio de las libertades y el valor de las canciones de la redención.


    Y sin embargo tendremos como siempre el invierno más áspero y más hermoso del mundo. ¿No deberíamos entonces revolver las brasas de las hogueras con las manos juntas? ¿No deberíamos hacer recuento de las estrellas que hayamos conquistado para proseguir unidos el rumbo de las insurrecciones? Recordad que en el mapa de todos los inviernos existe también un lugar donde los mirlos comentan con la nieve lo desgraciadas que deben de ser las auroras para los condenados al hambre.


    Las viejas heladas, los cielos más estrellados, el humo de las chimeneas campesinas... Ya sabéis, amigos, lo que es un invierno por dentro. ¿Quién no ha tropezado contra una sombra en la estancia de los cajones colmados de melancolía? ¿Quién no ha sentido en lo más íntimo de sus huesos la aguja de la desesperación invernal? Sí, también durante este invierno aparecerán entre sus nieblas los mutiladores de utopías y otros alquimistas vaticinando la progresiva desvalorización de las fábulas y de las imaginaciones.


   Pero si una madrugada de invierno un viajero llegara... Pues le saludaremos como a esos guardabosques que vigilan el sueño de los rebecos y las águilas imperiales. El invierno aquí, compañero, es geografía que aúlla y lumbre que se aviva al amor de los cuentos. Asómate, compañero, al huerto que oculta bajo la escarcha la sangre de los objetos difuntos. Y háblanos luego de las rarezas de ultramar, de las iluminaciones y las bellas teorías que allí brotan... Te escucharemos con el alma bien abierta y revolveremos las brasas de la hoguera con las manos juntas. Porque vivimos, compañero del alba, en una tierra cuyo nombre se pronuncia entre nosotros Región de Invierno.


PESADILLA DE DICIEMBRE


       Bajo estos cielos estorninados me fui extraviando por el frío del poniente... La avenida del Noroeste muere en una casita inundada de luz amarillenta a la altura de la calle de las Cabras. Reconocí entonces el suburbio de las materias deleznables. Y la gente que venía del otro lado, diciembre arriba, esas gentes que cruzaban sin miedo las vías del tren, ¿adónde iban con esas ansias? ¿Les urgía marcharse de aquí?


   La escarcha industrial, y esos árboles abatidos, esa geografía proletaria donde no hace mucho tiempo había obreros calentándose alrededor de un bidón y mujeres cordiales incluso hermosas en su decrepitud... La ciudad ahí era al mediodía una hipérbole electromagnética. Y brillaba allá abajo como una estrella tuberculosa la Terminal de Mercancías. ¿Dónde amasará pasado mañana esta barriada sus grandes esperanzas? Tal vez todo esto, las casas con sus huertas, las esquinas y tabernas ferroviarias, los geranios izquierdistas, las manos que desbastaron el cemento, las pescaderías y las azoteas, tal vez todo esté cambiando de la forma en que ellos quieren que vaya destruyéndose...


    Y cuando iba a entrar en la única cantina que a esas horas estaba abierta, me llamó una chica con perfil de ángel requemado, y me preguntó a cuántos minutos quedaba la estación de ferrocarril. Le urgía tomar el tren, no podía perder el próximo tren. Adónde vas, chica, ten cuidado, podrías encontrarte con esos tres jabalíes que andan hozando día y noche en los contenedores de este arrabal. Hay mañanas tan crudas, que hasta los pensamientos políticos nos brotan derrotados de antemano. ¿Y cuál es la causa de tu urgencia? Y me contestó que sería su misión hacer volar el tren del Oeste antes del alba... Sus contracciones de tigresa enajenada me espantaron. Pero es verdad, nadie nos ha prohibido por ahora golpear las puertas que se abren a la alegría elemental del invierno, le dije. No sentí sin embargo necesidad de seguirla. Y me temo que haya encontrado ya su trabajo en aquel país que se había inventado con tanto ardor.


   Al otro lado de la barra, el cantinero seguía contando los pasajeros que iban subiendo a los vagones del tren que acababa de llegar a la estación y que debería llevarlos hasta el barco de las Emigraciones. ¿Y cuántos tendrían que atravesar el océano?, le pregunté. Yo ya estoy preparado para subir a bordo, y con este pastor alemán, me dijo. Por la radio salía despellejado un tango. Tomé algunas fotografías y, antes de salir de allí, eché un último vistazo a los viajeros abatidos, digamos que los di por muertos.


   Y al regresar a casa, en lugar de los gatos de mi barrio... encontré el mar.


¿ERA UN CUERDO O ERA UN LOCO?


     Tú y yo tenemos la impresión de que vivimos en un país por cuyos pueblos y ciudades circulan cada día más locos, locos de atar sueltos, locos de sed de mal, políticos y obispos que se han vuelto locos, locos que salen cantando de las cárceles y manicomios, locos que golpean el orden establecido destrozando los pentagramas del lenguaje... A este paso podríamos acabar enloquecidos todos, si es que no hemos perdido ya la chaveta y así nos habrá de salir esta columna.


    De modo que los cuerdos de esta provincia escolástica y ferroviaria que es León lo están pasando ahora bastante mal. Y así andan algunas noches con los ojos vendados implorándole a la vía láctea les conceda una hora de lluvia redentora sobre los cereales y las vacas y los robles para que no se mueran de demencia la primavera próxima. Otras noches se escapan cuerdamente del cuento de los vagabundos peligrosos y se van hasta los andenes de los puentes y estaciones y ahí dicen adiós gritando: “¡Esta tierra está tan fría, su pensamiento está tan débil, y sus ríos y raíles que podrían alejarnos de esta edad terrible!” Y mientras gritan experimentan a qué sabe la sangre que les viene trotando esqueleto arriba. 


    Les oigo decir adiós a sus pesadillas sobre el puente del ferrocarril, y siento entonces que había que gritar hasta arrancar los trenes de las vías muertas y darles al ministerio de economía y de justicia motivos para confiscar todos los pájaros que iluminan nuestros túneles, pues tal vez así se pondría en marcha esa regeneración que estamos todos anhelando.


     La tarde del lunes andaba yo rompiéndome la cabeza por la bahía del Pajariel, pensando en las raíces del fenómeno, cuando se me acerca un tipo de unos cuarenta años y tocado con gorro marinero, me saluda al estilo militar, deja caer al agua su caña de pescar, y empieza a soltarme de golpe toda su mala sangre:

-Hace ya dos años que no leo un puto periódico...Y he decidido orinarme en la calle para demostrarles que así barren ellos mi dolor... Me pisan en otoño y en verano esos hijos de puta, pero muy pronto comeremos juntos palomas podridas... Quién cojones se atreve a quemar las fábricas de su codicia... Mi mirada de monstruo les aterra... Pero son ellos los que mean la medianoche pacifista... Son como esos gusanos que salen de la arena tarareando el himno de las corrupciones... Yo podría llevar una vida normal si no tuviera el vicio de devorar monederos vacíos... Soy un pobre ángel al que le caparon las alas en un prostíbulo... El mar me mira cuando me duelen las hambres bajo el sol... Así que regresa a tu ciudad y diles que todavía no estoy muerto...


    Así más o menos fue su extraviada conjugación. ¿Era un cuerdo o era un loco? Es lo que hay, podríamos decir tú y yo mientras suenan los primeros compases del festival de jazz.


MENDIGOS Y ESTRELLAS


      Los mendigos de ahora ya no son como los de mañana. Y gran parte de la culpa la tienen las estrellas. Porque las estrellas ya no alumbran lo que dicen que alumbraban. Por eso cada noche se ven más mendigos por ahí. Así que los mendigos de hoy van a ser censados, serán identificados municipalmente, y entonces se irán retirando de las aceras, de los bancos, de los árboles, de las farolas, de las alfombras volanderas donde apenas si dormían...


   ¡Ningún mendigo a la intemperie! ¡Ningún mendigo mendigando! ¡Ningún mendigo! ¡Sanseacabaron los mendigos!

   Los mendigos venían del país del hielo y el sol de medianoche. Y ahí en plena calle se posaban, y piaban como los estorninos y perturbaban la calma de nuestras malas conciencias. Cada mendigo era un gorjeo de verdades frías, un trinado de sociología amenazante y diabólica. Estridentes, turbadores, tenebrosos, los mendigos. Pequeños ángeles del acongojamiento económico y existencial de la ciudad. Cada mendigo era un sermón y una morada en rebeldía. Extendían la mano y comprobábamos entonces la temperatura de los témpanos y el barro y el color de los espinos. Nos pedían migajas de misericordia, dosis mínimas de cafeína y regeneración moral, los mendigos.


    Y también vosotros os deteníais frente a su adverbio de lugar, y escuchabais al mendigo de vuestro barrio con veneración. Su voz de profundidad enmohecida, como de sótano inexplorado, se nos metía como un clavo carne adentro. Y en las historias que lastimeramente nos contaba, en aquellas aventuras llenas de esqueletos y disparos y cenizas y cangrejos de mar, se presentía siempre la razón de su mala estrella que no se le rompería nunca.


     ¿De qué tierra, de qué pueblo había tenido que marcharse ese mendigo? Ninguno de nosotros hubiera adivinado que trescientos sesenta y cinco días antes cruzaba sin miedo las vías y era el maquinista más feliz de los trenes que transportaban carbón hasta el océano Atlántico. 


    ¿Desaparecerán de estas calles y plazuelas los mendigos? Entretanto habría que gritar bien fuerte que cada noche se ven más mendigos en las cerraduras de los patios y en las arpilleras de los jardines y en los bordes de las alcantarillas de todas las ciudades del país.


   Tal vez un día no lejano oigamos decir: “Nuestra ciudad estaba llena de mendigos, pero hemos remendado el agujero social, hemos sido solidarios, de modo que hoy por fin está más limpia y transitable”. 
   Mas no por ello se habrán hecho invisibles en sus superficies los mendigos. La culpa... ¡La culpa la tendrán siempre las estrellas!


MÁS LUZ, MENOS CENIZAS


     Me encuentro con el Peta por la bahía al anochecer, acaba de golpearle en la nuca una ola, una ola tan traicionera como el anteproyecto de ley de protección de la seguridad ciudadana, y suelta rabias que deben de oírse hasta en la catedral de León.

    Cada vez se va volviendo más subversivo el Peta. Cada vez hay menos luz en las noches de todas las ciudades del país. Andamos a tientas por las calles agujereadas del arrabal. Se están poniendo enfermos de congoja y de vergüenza estos barrios, así se estrellan sus pájaros contra los cables de la represión.


    Sin embargo no hace falta ser filósofo ni cuentista para cagarse en Carlos Marx e imponer sanciones a quienes ofrezcan, soliciten, negocien o acepten tratos con prostitutas cerca de los colegios y los parques. ¿Y a cuántos metros de la puerta de entrada, mi general?

    El Peta ha vuelto a fumar marihuanas y otras ramitas de aquellas sustancias psicotrópicas. Y al Peta le excita que la Policía le prohíba acudir a las próximas manifestaciones cubierto con su casco de vikingo. Hay que estallar moléculas de hiel en todos los combates por la libertad. Hay que pasar una y otra vez por encima de las canciones que ya no va a escuchar tu juventud. Le brinca al Peta el animal social que a veces no le deja dormir.


    Se alborotan de pronto las aguas de la bahía, alguien se ha puesto a gruñir frente a las estrellas de mar que se han adherido al rompeolas. Furioso golpea el Peta su pecho. ¿Así que la Policía podrá establecer “zonas de seguridad”, vedar determinados perímetros urbanos para impedir que nos reunamos ahí como personas? ¡No, a mí no van a rajarme los muros del vivir!

   ¿Y quién está tocando el acordeón ante el establo de los caballitos de mar? Le escuchamos con unción, y recordamos entonces la aventura de aquel hombre que anduvo por el Atlántico para ahogar los fantasmas del asedio a la libertad de su país y de su sangre. Su casa se alzaba sobre un acantilado y sin embargo fue atacada por los animales salvajes de tierra adentro y convertida en un albañal. ¿Qué catástrofe espera a los mástiles de la imaginación para este otoño? Es un placer oír el acordeón que reniega de esos jurisconsultos atormentados por la doctrina de las prohibiciones. Y le damos las gracias por habernos revelado su poema.


  Por ahora tenemos la bahía más libre del mundo. Suplicamos, pues, desde esta punta occidental unas dosis de cordura a quienes han perdido la vista en un cielo de infracciones y castigos. 

-¡Locos por la bahía estamos!, grita el Peta. 

Y nos quedamos mirando el mar.



ANTICUENTO DE LADRONES


     El otro cuento de noviembre comienza con unos tiros, unos cartuchos que al caer la noche sobrevolaron los sotos y los bosques del Bierzo y fueron a estrellarse contra las nieblas pordioseras del Oriente. ¿Quién disparó?

    Disparó contra quienes andan ladroneando castañas y otras fortunas por nuestras huertas y florestas. Dicen que vestían como esos adiestradores de animales que salen en los circos. Y que escupían espumas contra sus manos antes de cargar los sacos a su espalda, y que no abrían la boca si no era para soltar obscenísimas blasfemias.


     La quejarrabia ha llegado hasta tu barrio. Pero nadie en tu barrio se ha creído que esos ladrones sean desdichados inquilinos de la marginalidad o de la mala inmigración. Nadie en tu barrio quiere ya oír que estuvieron currando por aquí como peones de mano, ansiosos de juntar unas monedas para ayudar a sus progenitores, y que habiendo perdido el trabajo juzgaron que no era cuestión de sentarse en un banco frente al río a llorar como pobres desahuciados, y entonces decidieron dedicarse al saqueo de estas huertas y viviendas.

-¡Cabrones!- exclamaron al unísono los más viejos de tu barrio.


    Alrededor de una hoguera yo los vi bailando, batiendo palmas hasta el alba. Porque yo también he estado espiándolos, si os contara sus padecimientos y sus ladronicios. Mas no me compadezco de ellos, pues han aprendido a vivir como prófugos entre fronteras, a ver si se enteran los sociólogos de pacotilla. Y sus patios hace mucho tiempo que también se llenaron de basuras, así que su pensamiento se volvió salitre, y al fin será derrota.

    El anticuento continúa con el encarcelamiento de esos miserables personajes, a los que ya habías prendido fuego en tu imaginación. No, no inspira lástima mirarles. Sus narices de boxeadores embriagados, sus cobrizas cicatrices infernales... ¿Y quién iba a pensarlo? Pocos días después por la puerta de atrás salían, saltaron sobre los caballos que estaban esperándoles, señor juez, me saludaron con sus sombreros negros de estirpe extranjera, y así se iban riendo de nuestra bandera nacional.


    Y termina el anticuento con un tiro. No tuvo el viejo los suficientes huevos para dispararle. ¿A quién? A quien le estaba robando sus castañas. ¿Así que disparó contra las maderas carcomidas del techo? A ver si huía aquel hijodeperra. ¿Y dónde escondía usted esta pistola? Ahí debajo. ¿Y dice que se hizo con ella en la guerra civil?

-¡Cabrones!- gritaron al unísono los más viejos de tu barrio.



FESTÍN DE SETAS EN LA BAHÍA


        Se ha disparado el número de marginados y marginales que pululan por la bahía del Pajariel. Pasaos por aquí después de la caída del sol y ya veréis.

     Hacen cola ante el mar para rogarle que les calme, se pasan de boca a boca los mendrugos y las latas de sardinas, blanden paraguas y violines y carteles incendiarios, blasfeman y se aman en la arena y ladran cadáveres de fabricantes de mentiras... Son hombres del sur de todos los idiomas, mendigos con perro, ladrones de castañas, porretas, virtuosos eslavos, desahuciados del porvenir, bohemios empedernidos, hipsters, ácratas, gallegos y bercianos normales en paro...


     Y si les preguntáis en qué tipo de música les habla su marginación, os responderán que la solidaridad es hoy más necesaria que nunca. Su lenguaje golpea como si estuviera hecho de palabras cocinadas en el exilio. De tarde en tarde se reúnen en asamblea y escupen maldiciones terribles contra las menopausias económicas y los ministros de estas ruinas intelectuales que nos rodean. Huyen entonces despavoridas las gaviotas. ¡Y por qué callar que algunas noches las melopeas que agarran son descomunales!


    Por ahí andaba yo la anochecida del lunes, buscando caracolas de noviembre, y de repente me vi enredado en el gran festín de hongos que se estaban dando en las mesas de la punta occidental de la bahía. Níscalos, lepiotas, champiñones, boletos, setas populares que habían recibido a las puertas de los supermercados, eso me dijeron. Y con las castañas y el morapio que bebíamos y las canciones celtas que tocaban fuimos todos trepando hasta las cumbres de la alucinación y el paroxismo. De manera que se trastornaron las palabras y las lenguas, y se encendieron cajas y cartones donde se habían pintarrajeado los rostros de algunos miembros del gobierno nacional y la falsa oposición. ¡Hubierais visto llorar rabia y sangre de los ojos más atormentados! Y también hubo algunos que se arrojaron a las barcas, soltaron amarras y se fueron remando mar adentro.


     ¿Y las letanías ideológicas que se fueron improvisando hasta la medianoche? “El número de diputados trastornados se ha disparado. El número de mendigos se ha disparado. El número de cabrones se ha disparado. El número de estorninos suicidados se ha disparado. El número de prostitutas callejeras se ha disparado. El número de enfermos mentales se ha disparado. El número de impotentes se ha disparado. El número de hijos de puta se ha disparado...”


      Sí, se ha disparado el número de marginados y marginales que pululan por la bahía del Pajariel. ¡Qué ambientazo ahí tras el hundimiento del sol!


CRISANTEMOS NEGROS



      ¡Estos valles mineros del norte donde nacimos y se nos hundió el sol de la infancia! Pasaban lentos los trenes y a lo lejos se oían explosiones, así de grande era el dolor algunas noches bajo tierra. Nos criamos entre los sudores de sus albañiles, mineros, ferroviarios...


     A los mineros les decíamos adiós desde los lugares más sombríos, nos habían contado que algunos a veces no volvían. Apenas comprendíamos el siniestro secreto de las galerías de la hulla y la antracita. Pero ya soñábamos también con dinamita y crecíamos contra el miedo que salía de las bocas de los túneles.

    Y se iban pudriendo los otoños pero no ignorábamos la pena negra de los robles ni la extraña intoxicación de los peces que iluminaban el rumbo de los ríos. El valle escupía entonces otros muertos, y en los entierros las blasfemias de la multitud contra Dios y este puto mundo nos hacían pedazos el alma.



    Aquí baten sus alas pájaros que corren el peligro de estrellarse contra los cielos abiertos. Aquí el arcángel del grisú sigue matando el muy cabrón. ¿Podían haberse evitado todos estos muertos? La negredad de la catástrofe no debería ocultarnos sus causas humanas racionales. Aquí los proletarios que anteayer descendieron por el pozo negro de la muerte reclaman a nuestros jueces honradez y transparencia. Por aquí pasó una fiera alada que mató, otra vez mató. ¡Y no habría de quedar impune una vez más el maldito arcángel del grisú!

    Durísimo vivir en estos valles con un pie hundido en el infierno. Buscar el sol por las callejas y esperar a los mineros que ya nunca más vendrían. Mentiras de mineral que nos haría a todos ricos andaban horadando nuestros sueños. Nacimos en un valle envenenado de carbones y a nuestra alma desprevenida le arrancaron de raíz los temblores de la utopía y la revolución.


     Y fue entonces cuando supimos que existían crisantemos negros, cuando nos dijeron que sobre cada una de las tumbas de aquellos mineros había que depositar un crisantemo negro. 
       Digo que crecíamos contra los gases de la muerte dulce y pensábamos sin temblor en los fuegos que ardían en el fondo de los valles. Oíamos la crepitación de los picos que se doblaban hacia las grietas de la muerte. Y pasaban lentos los trenes y a lo lejos se oían explosiones, así de grande era el dolor algunas noches bajo tierra. No sospechábamos que al sur de nuestras quimeras se levantaban los castilletes negros de la nada.


     Mi valle está de luto. Lluevan crisantemos negros sobre sus tumbas.


EL BOSQUE PERDIDO

   
      Es tiempo de setas, y por las setas nos adentramos en el bosque. ¡Ah, estos bosques del otoño que aún fecundan la república feliz que defendemos! Bosques atlánticos, mitológicos, bosques gótico-románticos, bosques mediterráneos...


   ¿Habéis oído hablar del peligro que corren nuestros bosques de ribera? ¿O es que ya no hablan vuestro idioma? Preguntadles a los ríos, al Torío, al Bernesga, al Sil... Y recordad que el bosque es un relato maravilloso, una mágica composición pastoral orquestada por un juglar omnisciente, y que está unido con los ciervos y los petirrojos por el misterio. ¿Y si en la región del olvido terminaran estos bosques? Habríamos olvidado nuestra propia historia, sería la expiración de nuestros humildes y pobres pueblos medievales.

    Vamos pisando un robledal, al atardecer, y miramos con miedo el silencio que hay entre dos robles, y oímos entonces crujir los huesos de nuestros antepasados... Porque un bosque esconde también batallas de guerras que no se acabarán nunca. ¿Quién de nosotros no ha vislumbrado entre sus ramas los resplandores de una batalla de aniquilación de la guerra civil? ¿Quién no ha escuchado el eco de unos disparos misteriosos en sus latitudes lejanas? Yo cada vez que me pierdo por uno de estos bosques acabo oyendo el ruido de una extraña detonación. Y casi siempre me asalta la imagen del viejo guardabosque de la Región cartografiada y narrada por Juan Benet, aquel Numa astuto y cruel que, armado de una carabina, defendía la tranquilidad del bosque prohibido y no se equivocaba nunca.


     Nacemos con un bosque en nuestra piel. Y la memoria de lo que hayamos sido se morirá en un bosque. Y sin embargo no se ha inventado aún un diccionario capaz de revelar la semántica profunda de todos nuestros bosques. Comprendemos apenas algunos de sus secretos diurnos. Sabemos que a sus animales carnívoros les sangran los ojos durante los eclipses de luna. ¡Ver salir el sol por entre las profundidades de un bosque de castaños, y sentir el rumor celta de su epifanía floral, y mirar cómo se elevan hasta sus copas los duendes de la insurrección! Así que estaréis de acuerdo con Yeats en que el espectáculo más admirable que jamás hayan construido la luz y la sombra es el que se contempla cada mañana en nuestros bosques.


    Pero el bosque no es solo el territorio de los solitarios, el exilio de los que sueñan para no volverse locos: es también una ideología revolucionaria, la recia ideología del trabajo digno y la libertad surresistencialista y republicana. ¿A qué otro paraíso podría el bosque conducirnos? Será por eso que como niños andamos siempre buscando el bosque perdido.


A ESA HORA TEMIBLE DEL ANOCHECER


          Es a esa hora terrible del anochecer cuando empiezo a verlo todo envuelto en signos de interrogación. Y me asaltan entonces preguntas verdaderas y absurdas, preguntas blancas y locas como avestruces, preguntas como balas que acaban dejándome el alma en estado de sitio. ¿También a vosotros os pasa con frecuencia? ¿Y por qué no seguís entonces confiando en el psiquiatra? ¿O es que ya no amáis con la misma intensidad la ciudad o pueblo que os parió?


       Yo ya no pienso con la misma furia que antes. ¿Dónde están los nuevos filósofos que deberían hacernos pensar más ferozmente contra las alambradas del político mentir nacional? Bienaventurados los que nunca se hacen preguntas filosóficas o escatológicas. ¿Cómo se encuentra hoy tu pensamiento zurdo? Si se sitúa en el límite, tal vez te diga que mañana podrían ponernos una mordaza en los labios y transformar nuestro país en un pobre cementerio rural. ¿No notas ya en tu barrio, en tu ciudad, en tu república, la declinación del coeficiente de protesta y rebeldía?


      ¿O acaso perdiste la lluvia que te ataba a la esquina de la juventud? A lo mejor te has convertido ya en ese burócrata atmosfericocéfalo daliniano que desempeña su oficio ordeñando arpas craneales. 


    Nos vamos domesticando a la sombra de los mercados mundiales de la sexidumbre, mi amor. ¿Y qué estás haciendo tú entonces para erradicar las pobrezas de este puto infierno? ¿Crees que con esos discursos radicalistas y postrevolucionarios que arrojas sobre la multitud digital estás desflorando el himen/pensamiento de la nueva burguesía socialista y reaccionaria? ¿Y si tus oraciones no fueran otra cosa que deslumbrantes esqueletos a flor de tumba?

   Damos vueltas alrededor del mundo viejo, pobrecitos, como si no tuviéramos cojones para enfrentarnos a este mundo nuevo lleno de nubes sacroeconómicas, de zorros arribistas y rijosos rinocerontes mesiánicos. ¿Y por qué no te preguntas por los índices de tu crecimiento cultural? ¿Has leído las últimas tesis de los sociólogos alemanes y franceses sobre las contradicciones de las sociedades electrónicas? ¿O más bien has dedicado tus ocios calientes a disparar contra el erotismo eclesiástico y españolista de María Dolores de Cospedal?


    ¿Así que caminas por la calle, ves brotar del suelo un mirlo/crisantemo y ni siquiera te dignas saludarlo? ¿Adónde ha llegado tu incuria estética y sentimental? Sin embargo te entusiasmas cuando oyes hablar de los muertos en la Guerra Civil, de las fosas comunes y toda aquella sangre que el pasado nos transfirió. Bueno, si prefieres seguir tratando con cadáveres, ¿por qué no te preguntas al alba por los nuevos nichos que se han abierto en el cementerio municipal? ¿Pero por qué tiemblan tus huevos ahora que presientes la trepidación del porvenir?


UN VIEJO Y UN LOCO


    Bajad, bajad a los estertores del barrio, ahí donde la rabia y la sal de los cuerpos más reales se desgranan sin pensar, y no sólo los perros se mean sobre sus cenizas...

   Al final de la calle se sientan el viejo y su amigo Morlito, parecen juntos un exilio en llamas. Es el viejo pensionista que antaño arrancaba con sus manos de peón ferroviario las negras escamas del Sil. ¿Adónde se fueron los barcos cargados de antracita que le saludaban al pasar?



   Y este viejo que se baba y se queda colgado del esqueleto del cielo... No le dejes caer, Morlito. ¿Contra qué hijos de mala madre está ahora blasfemando? Compañeros de fatigas, el viejo y Morlito: un pensionista desahuciado y un loco que de tarde en tarde canta para que no se les desintegre la ilusión. Morlito también pasaba hambre, y podría haberse arrojado a los brazos del éxtasis y otras mierdas psicotrópicas, en lugar de andar vendiendo pañuelos de papel en las encrucijadas, Morlito, duende de hojalata incapaz de amenazarle ni a un gorrión. Podría hablaros de la enfermedad mental que Morlito y el viejo vienen soportando, del origen de esas hojas/papagayos que caen de sus cabezas...


   Cierro los ojos y me crece entonces un país lleno de viejos pensionistas y de locos del hambre. ¿Es ese el país que existirá? Viejo que empuñaste las flores rojas de los trenes, ¡qué saben ellos de tu mutilación, qué sabe la presidenta del Fondo Monetario Internacional de la sangre que pisó tu combatir! ¡Si pudiera escribirle Morlito! ¡Si Morlito supiera, le escribiría a esa grandísima señora una carta con números y nombres y caballos que le rompieran la frente mezquina y el futuro que la parió!

   Morlito, y este pensionista atolondrado, y toda esa mi gente del barrio que no se apalanca, gente que continuará ametrallando con su lenguaje de arrabal las estadísticas oficiales de las mentiras económicas, de los salarios y las pensiones que más aún bajarán, que ya bajaron, señor Montoro, porque a Morlito y a su viejo no se les engaña así, y aun así no se les secará nunca la utopía en su árbol, ese lugar/quimera que usted confundiría con un cementerio abandonado.


    Cierro de nuevo los ojos y otra vez me golpea una geografía llena de viejos pensionistas esquilmados y de locos que berrean con el fuego al cuello por las calles del desastre. Y la nada que les duele es tan grande como el pasado reciente que les hundió... ¿Será posible ese país?


   Pero aparece entonces el zapatero del barrio, y se arrima a Morlito y a su viejo, y los tres se regodean blasfemando contra esos hijos de mala madre, y yo aplaudo su huelga de ramas abrasadas y les invito con muchísimo gusto al vino de la insurrección.


HOJAS DE OCTUBRE


    Llegó vestido como un excéntrico juglar medieval, arrastrando ramas abiertas al poniente, y sobre los hombros un nido de estorninos que piaban contra el ocaso del Sol. No era muy agradable el olor que despedía. Lo reconocimos cuando nos saludó en su lánguida lengua gutural, y le invitamos a sentarse a nuestra mesa, pero prefirió quedarse de pie ahí... ¡Soberbio Octubre! Estábamos hablando de los cementerios, de la reconversión de los cementerios en bellísimos espacios escénicos donde declamar los penúltimos poemas revolucionarios, contar las más absurdas aventuras, o representar las piezas más dramáticas de nuestra decadencia moral y cultural. 

-Será en los cementerios donde crezca la auténtica literatura- dijo mirándonos con sus tremendos ojos de humo que ardía aún.


    Y comenzó entonces Octubre a arrancarse hojas de su áspera piel y a lanzarlas contra el cielo otoñal, para que al caer las leyera respetuosamente nuestro corazón.

-No olvidéis los bosques. Siempre en vuestra memoria el infinito crepúsculo celta.

     Eso decía la primera hoja que se posó sobre nuestras sucias manos. Y a continuación dejó Octubre caer una hoja cárdena brillante, en la que estaba escrito el microrrelato de la muerte de la minería del carbón. Tenía impregnada la sangre del pasado. ¿Por qué nos traía ahora ese dolor? 

-¡Ojalá te hubieran partido esas manazas de leñador visionario!- dijo mi amigo ya borracho. 

     ¡¡¡El entierro de lo que temía (incluso más que a una guerra civil) esta negrísima república!!! 

       Hubo un silencio de teorías otoñales. 


      Y continuó Octubre lanzando sus hojas lapidarias contra el porvenir. Y dejó caer la hoja en que preludiaba un ataque de la enfermedad mental de la depresión. Nos invadió de pronto la conciencia de que el mundo derivaría hacia la sumisión, hacia su domesticación intelectual... Y nos acordamos entonces de ese hombre que anteayer tiró los muebles de su casa por la ventana, ese loco que seguramente cada medianoche veía peces blancos de hedores pensionistas y disparaba luego venganza contra las insulinas que lo perseguían.

    Así que no había venido Octubre para proclamarnos el fulgor de las colinas henchidas de vino, o el resplandor de los castaños del Bierzo después de la lluvia. 

       Y en la última hoja que nos arrojó contra la cara pudimos leer:

-Los genitales ferroviarios de altísima velocidad tardarán en rodar por el Bierzo. En cambio los lobos de san Froilán seguirán comiéndose la ovejería leonesa.


      Pobres de nosotros, ilusos que ya vislumbrábamos el AVE entrando la primavera próxima en la estación de Ponferrada. 

     Y con cara de calavera meditabunda nos quedamos cuando Octubre, tras calarse su sombrero de hojas incendiadas de octubre, se fue alejando hacia el ocaso. 


FLORES CONTRA LOS MALES


     Hablar de ella es hablar de sus miedos y de tantos asombros que la perturban. Me la encuentro en un supermercado del barrio, y me cuenta que le van a cerrar el bar donde trabaja, y de sus ojos bellísimos sale de vez en cuando una ardilla que derrama recuerdos del sur... Año y medio lleva limpiando y cocinando en ese bar del barrio de Cuatrovientos. Y amigos tiene que le han aconsejado que dos veces al día se tome también flores de Bach, esas esencias naturales que prescriben ciertos terapeutas para aplacar miedos, soledades, desesperaciones, depresiones...


    Hablar de ella es hablar de todos nosotros y de todo eso que a diario nos golpea y nos trastorna. ¿A qué saben las flores de Bach? Cierra entonces los ojos para poder atrapar la imagen de un pueblecito lleno de otoños, ahí donde fue mujer de minero socialista y juntos combatieron contra el cierre de los pozos y la ideología del patrón. Pero su barco se fue a pique, se rompieron las tardes que desembarcaban en la euforia. Y navegando hacia el desastre le quedaron grabadas para siempre cuatro cicatrices en el paisaje de su claudicación.


      No tiene prisa esta tarde, así que entramos en un café y al levantar su taza veo cómo entre sus dedos le han crecido unas bayas amarillentas. Las suciedades que andará limpiando esta mujer. Brotan de repente las lágrimas de su crepúsculo y caigo en la cuenta de que ella es la mujer mojada hasta los tuétanos por la pobreza nacional por la desvergüenza nacional, podríamos decir. ¡Ella, que combatió por la restauración de nuestros minerales y la purificación de nuestra demacrada ideología otoñal!


      Ya no milita en el partido. No, no va a contarme ahora por qué tuvo que marcharse del partido, fue una batalla muy larga donde acabó quemándose su poética utopía. Cierra otra vez los ojos y respira hondo, a saber qué ralea de diablos rojos la acosan todavía y trata de espantar. Decir que esta mujer es más que un hombre y medio es decir poco.

     Esta mujer que ahora mismo riéndose se parece a Maribel Verdú y a todas esas mujeres que tienen que restregar sus huesos contra las paredes del mundo para llegar sin pasar hambre a fin de mes, esta mujer no tiene otro cielo abierto al día que el calor de ese bar de Cuatrovientos. ¿Y cuando se lo cierren? Se le llena la boca de explosivos, adónde irá a parar esta mujer.


    ¿Así que con flores de Bach se mitigará tu postración? La acompaño hasta la parada del autobús y va describiéndome una imagen que la asalta de vez en cuando, ella tirándose desde el séptimo piso y ahí en la acera encharcada le taparían el cuerpo, y la piel de su cara brillándole azul...