NO CORROMPAN LAS HOJAS DE LOS ROBLES



NUESTRO BARRIO. Mi barrio es como el tuyo, ambos cabalgan el mismo otoño, beben los mismos cielos. Y son enormes sus silencios industriales. Pero, por suerte o por desgracia, tu barrio y el mío se criaron a la sombra de una soberbia fábrica de cementos (aquí en La Robla, aquí en Toral de los Vados). No te extrañe entonces que se pasaran toda la noche de ayer aullando. Noventa mil toneladas de residuos --plásticos, neumáticos, por no pronunciar otros venenos-- serán cada año incinerados en sus hornos. Y con el permiso de la Comisión Regional de Prevención Ambiental, quién lo diría. Un golpazo terrible a los pájaros y frutales que todavía iluminan nuestro barrio. ¿Van a retorcerle el pescuezo, como a un perro que no calla, y arrojarlo al barranco de las putrefacciones energéticas? Sería su corazón un blanquísimo crisantemo enfermo. Le costaría a nuestro barrio subir las noches.




UNA PESADILLA. Es la alucinación de una guerrillera ecologista. Esa mujer con el cabello desgreñado está mirando desde el balcón de su casa cómo cae la lluvia sobre el campo, la ciudad, la calle del Valle del Silencio. Y recuerda entonces la pesadilla que ha tenido la noche anterior: la visión de un diluvio de légamos y vísceras industriales que descienden de extrañísimos astros en llamas, un sobrecogedor diluvio regional de masas monstruosas que se transforman antes de tocar la tierra en minúsculos buitres, buitres que van picoteándole los ojos, las mejillas, las orejas... Se zafa de esa enloquecida plaga lanzándose al vacío, y no encuentra otro refugio que la chimenea de aquella gigantesca fábrica de cementos de su infancia, desde cuya cúspide, después de gritar una oración indescifrable, acaba despeñándose...



UN TEXTÍCULO. Se puede vivir sin renegar de nuestro pensamiento agropecuario. ¡No saben ustedes lo que valen estos castaños sociológicos, estos mirlos salvajes! ¡Como si nunca hubieran escuchado la mitología de los peces! ¡No corrompan las hojas de los robles y los álamos! Lo racional no sean las cenizas, sea un valle respirable y no un río intervenido por neumólogos. ¡No nos jodan más de lo que estamos! Preferible el excremento de los estorninos. ¡Cabrían millones de jardines verdes ahí, en esas noventa mil toneladas! Ustedes ya me entienden. No se reconstruye un horizonte pastoral tan fácilmente, así que déjense de "valorizaciones energéticas" y demás chapucerías semiológicas. ¡Nunca reunirnos para sepultar estos musgos y geranios en un poema escatológico! ¡No brillen en estas latitudes otoñales las ruinas de sus ruedas y plásticos inmundos! ¡No nos jodan más de lo que estamos!



ESTAMPAS DE OCTUBRE


La ciudad. Cruza Octubre la ciudad con sus remiendos de juglar enflaquecido. Porta en su mano izquierda el banderín de los desobedientes. Y se sienta en un banco de la plaza de Abastos a fumar un cigarrillo junto a un hombre sin moral después de otra jornada sin trabajo. Ya no llueve como antes. Suena el pitido de una locomotora y vuelan a refugiarse en sus hombros los colores del arco iris. Pasa un perro con las patas empapadas de angustia, y lo acaricia. Todos los octubres se parecen.


Dos personajes. Son personajes reales, no fantásticos. Esa mujer que estaba cerrando la puerta de su mercería y que al pasar junto a ella me hizo un mohín de asco. La recuerdo ahora como una madreselva en ruinas. Tal vez se haya quedado envuelta para siempre en la sábana de la soledad. Y ese adolescente contemplando el Sil en silla de ruedas, sus patos monacales como naves nerudianas del tiempo. Fue ayer, cuando se celebraba el Día Mundial contra el Dolor. A esas horas, tan sórdidas a veces, como decía Antonio Pereira, o se emborracha uno, o se pega un tiro.


Las setas. La asombrosa floración de las setas. ¿Habéis salido ya al bosque a coger setas? Una pandilla de niños, de no más de nueve años, discuten sobre el destino de un racimo de setas recién aparecidas en un jardín público. No les parecen divertidas las formas de esas setas, señor Pla. Ni sus sombras y colores constituyen para ellos un misterio. No triunfa la poesía de la imaginación, sino la fría lucidez del pensamiento postindustrial: orinan sobre ellas, con saña y placer las pisotean, y acaban pulverizándolas.


Una novela. Es la última novela de uno de los nuestros: Ayer no más, de Andrés Trapiello. Todos llevamos tatuada en la sangre la Guerra Civil española, una guerra que no se acabará nunca. La cordura del autor frente a la locura de los lectores fanáticos de uno y otro bando. Estremece el hecho nuclear, el asesinato de un hombre a los ojos de su hijo cometido por un guerrillero falangista. Estuve el otro día en el lugar del hecho imaginario. Y fotografié su abismo. Iba a rezar por todos ellos, por todos nuestros muertos mal enterrados en las fosas comunes y por los que aún sobreviven paseando muy cerca de los camposantos. Comenzó a llover, y entonces me di cuenta de que tan sólo se trataba de una novela.


El vino. Desde las colinas desciende el vino nuevo, como un recuerdo insobornable de la Edad Media. Pronto aparecerá en las tabernas, joven sólo él, el vino que habremos de beber para continuar con dignidad envejeciendo. Y con el vino vendrán rodando las melancolías que dejan huella hasta la primavera próxima. Nada huele mejor estos días que la tierra empapada de su canción crepuscular.


            Y el mar detrás del Pajariel bramando. 


ASÍ ESTÁ EL ALMA DEL PAÍS


     Y no hay manera de que entre: se queda a la puerta del café y ahí se pasa casi toda la tarde, esperando a quién. Con esos ojos enormes de insomnio. Duele la desalma que aflora en su piel. Y el contraotoño que despide espanta hasta esos niños que incendian palmeras. 

-¡Ese tío ha perdido la chaveta!


      A ver quién averigua por qué se ha encenizado su cordura. ¿Y cuántos como este se pasean por el barrio, por tu barrio? Conviene no dramatizar las cosas: hay días que crecen como hongos, y hay días que permanecen  rezando bajo tierra. No, no dramaticemos el fenómeno: tan solo sufren ‘trastornos mentales’. Solo que de vez en cuando alguno salta por la ventana para colgarse del árbol del suicidio.

      Servando prefiere por ahora esperar a la puerta del café. Y por algún recuerdo a veces canta, y su quejumbre es música que construye ausencias como espantapájaros. Pero no lo acorraléis, porque lleva en su boca un diccionario del diablo. Saca su cartera de cuero, cuenta con rabia los cuatro billetes que le quedan y apaga su fuego escupiendo plumas de gallo levantisco.

-Se me subleva el hambre!


     No emplea su lengua en vano. La sombra de su espejo ladra perturbaciones que escarban en lo mismo que anteayer Antonio Gamoneda: “Ahora mismo, ante el dolor español y planetario de una pobreza que comporta hambre y muerte, nuestro lenguaje ha de ser poética y moralmente subversivo. Y nuestra conducta”. Él dice que se pasa muchas noches viendo cómo copulan los sapos y las salamandras, y que su cuerpo babea como un perro. Su maldito delirio, como el de cualquier anatomista, es clasificatorio.

-Los castaños están seminando. ¡Había que prenderles fuego!


    Y que también había que quemar la Ciuden, y la Diputación, y el Parlamento... Sentimental y brutal, como todos nosotros. ¿Oriundo de la Cabrera, o de Cacabelos? ¡Qué más da! Hay que arrimarse a sus huesos y pensar entonces que su utopía carcomida no le impide rumiar el verdor de la placidez. Hasta la locura tiene un método, que dijo Shakespeare, me parece. ¿O fue el detective Marlowe?

Así está también el alma del país.


      Ayer sin embargo me mandó a la mierda. Llevaba atado al hombro el porvenir que amenaza. Y su voz como ofendida por cielos indeseados. Cuesta creer que se ha precipitado en el universo de la demencia. Y que podría morir tras un brote psicótico que le golpease en un hospital psiquiátrico, tal vez después de haber compuesto una barra de dinamita.

    La línea de sombra que nos separa de él es pura literatura. No debería sentirse dichoso el que en su noche cierra con furor los puños y se cree todavía cuerdo.



EL LOBO DE SAN FROILÁN


    
    Los estorninos del barrio propalando que se palpa cada día más miseria, que el Rescate será la Ruina, y que el invierno que nos espera, ay, pero que tenemos el derecho y el deber de la desobediencia civil. Nos estremece el estruendo de su parla agorera y subversiva. Los estorninos nunca engañan. ¿A quiénes molestan estos pájaros civiles?


    Me despido de ellos y me siento a ver desde el café las huertas del camino de los Frailes, y un poco más allá los valles y montes de la Tebaida, y el resplandor del atardecer de octubre matizando las cadencias de nuestro Noroeste. Ojalá que el otoño sea largo, aunque el otoño siempre hiere. El otoño como una sinfonía modernista interminable...


    Y voy alternando la lectura de ese paisaje destellante con El último cuento de Antonio Pereira, una delicia. El cuentista conviviendo en la habitación de un hospital con un demente senil que se hace llamar Marqués, porque afirma ser el marqués de Bradomín, el ínclito y católico marqués de Bradomín, noble y quijotesco, como recién salido de la Sonata de otoño


    Y cuando ya se lo estaban llevando los loqueros a la Realidad del Psiquiátrico, entra entonces en el café un peregrino preguntando cómo está la carretera que conduce al monasterio de San Pedro de Montes. Es un poco tarde para llegar a visitarlo, le digo. Y se sienta, y le convido a una cerveza, y acaba revelándome la extraña promesa que le ha hecho al apóstol Santiago. Huele a leña recién cortada, y una lejanía de mar en calma se atisba en la pantalla de sus ojos. ¿Dormir una noche a la intemperie, a las puertas del monasterio de Montes? Pero él ya no tiene miedo a los lobos. Tampoco tiene prisa este gallego, así que otra cerveza y se entretiene contándome la leyenda del lobo de san Froilán. Por esos valles del Silencio pasaría el santo obispo montado en su lobo amansado camino de las murallas de Lugo. Y que Froilán le hablaba a la bestia, y esta le lamía las manos, y que así fue quitándole al lobo el pesimismo, la tristeza y la violencia.

-¡Pero imposible saber en qué lengua conversarían el lobo y san Froilán!

     Y hasta llegó a conseguir que la fiera sonriese. Porque sólo cuando moraban en el Paraíso haciendo compañía a Adán y Eva podían los lobos sonreír. Así que cruzarían alegres por esas colinas místicas, y a la sombra de sus castaños parlamentarían sobre las bellezas otoñales de este mundo, sobre los mil colores prodigiosos de la floresta berciana. Y el santo de León le amonestaría así al desasosegado lobo:

-Cuidado con los colores del otoño: tócalos con suavidad, que no se rompan.

     ...Y aparece entonces en el café una mujer altiva, le coge del brazo y se lo lleva en volandas. Una pena no poder quedarnos con él un rato más en la leyenda.