EN ESTADO DE FEALDAD


Hoy escribo en estado de fealdad, hay días en que todos los ríos que somos y fenómenos que nos rodean desembocan en el estuario de la fealdad.


De manera que no están bellas las montañas de nuestra cordillera Cantábrica ni los valles y páramos del sur. No está bella esa nieve que cae al anochecer como una maldición económica sobre el porvenir de los campos abandonados. Está fea esta catedral leonina sin melodías gregorianas en su interior, aunque me alegro de contemplarla justo cuando sus ángeles están borrando de las vidrieras la derrota de todos los desgraciados del mundo. Y está feo este castillo del Temple con sus torres alucinadas gimiendo de hambre cultural...

La fealdad es un descendimiento, una peligrosa bajada a los infiernos de la imaginación, tan profunda como una pesadilla con tufos de antiguo hospital psiquiátrico.


Y me quedo un buen rato preguntándome junto a las vías del ferrocarril por qué están feas las plazas del Grano y de Abastos y de la Encina y del Ayuntamiento. Y la calle Ancha, la rúa de los Rosales, la travesía de los Republicanos, estas viejas calles acongojadas que buscan en vano al mediodía el sol... Y está fea la Azucarera de La Bañeza, ahora que ha decidido fabricar comida animal. Está fea la muralla romana de Astorga a pesar de los crepúsculos y los poemas existenciales que sobre sus piedras le han escrito. Y están feas las residencias de ancianos y las cantinas de los barrios pobres y todas las casas de citas de los arrabales. Están feas las estaciones de autobuses y las riberas del Sil y del Bernesga y del Torío... Ni tan siquiera están bellas las monjas que cocinan en los conventos de Sahagún de Campos y Villafranca del Sueño, ellas que duermen sobre las cuerdas acrobáticas de la virginidad...

La fealdad está en el límite de la maldad, del horror, es un descenso a paisajes estatales temibles, donde la feísima directora del Fondo Monetario Internacional goza despreciando impúdicamente nuestra fuerza de trabajo y exigiendo que nos rebajemos los salarios y los sueños...


Están feos los túneles del tren de alta velocidad y los zapatos de los jardineros municipales y los sótanos donde guardan sus recuerdos los vecinos de mi barrio. Aunque no tan feos como el ministro de Economía cuando manda a ciertos periodistas “que se vayan a tomar por culo”. Están feos los comercios vacíos y la vecina de enfrente y los pájaros que pregonan las pobrezas energéticas, las angustias del recibo de la luz y el agua...

Está fea la bahía, la ciudad, la república...


MORDIENDO EL FRÍO


     Entró en el bar más alegre del barrio un hombre que parecía un inca que parecía un fugitivo, uno de esos hispanoamericanos que aún se ven vagar por estas ciudades frías del Noroeste... Recordaréis que hubo pobres muy locos que se atrevieron a disfrazarse de sudamericanos y preguntar por el mundo de aquí cómo se podía adquirir el misterioso boleto que los transformase en trabajadores no ilegales.


    Entró el ecuatoriano en el bar y tal vez hubiera sido el asalariado más feliz de esta tierra si entonces le hubieran contratado para limpiar garajes. Un ecuatoriano legal por la avenida del Castillo era capaz de sentir los primeros síntomas de desequilibrio mental y aun así seguir caminando como quien pasea por el centro de Quito o Guayaquil bajo el sol de las cinco de la tarde con una chica de la mano que es su curandera. Un ecuatoriano legal en esta república nuestra de trabajadores en paro era un pobre escéptico con un pájaro amatista temblando en su interior.


    ¿De dónde podía haber salido este ecuatoriano tan real? Tal vez del oeste del páramo andino, o tal vez de Esmeraldas, una de las ciudades más pobres del norte de Ecuador. O quizá del pueblecito de Cotacachi, donde si otras lunas más espléndidas se hubieran asomado estaría ahora trabajando en las artesanías del cuero o de los ponchos. Ecuatoriano es una palabra muy rara, y después de tantos años apenas si sabemos algo de los emigrantes pobres de Ecuador, de Perú y todas esas naciones del otro mundo.


      Fuimos acercándonos y sobre la barra me contó entonces que allá en su república había mucho petróleo, mucho plátano, mucho café, muchas iguanas marinas fantaseando con los cisnes blancos de Europa... Y había también unos indios, los indios cayapas, que componían bellísimas palomas con alas de terciopelo que no vendían luego en los mercados. Pero que cada vez más chinos y tantos días llenos de catástrofes y violencia seminal y corrupciones gubernamentales que mal se podría uno imaginar. Y que la Unidad Plurinacional de las Izquierdas era una esperanza en la que le gustaría militar cuando regresase a su bohío...


     Tuvo Paúl Roberto que marcharse del bar urgentemente, y me dejó con las ganas de escuchar algo más de su amarga nación tan despellejada. Así que busqué y encontré luego en la biblioteca al ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, que me dijo “No es nada, no temas, es solamente América.” Y a Edwin Madrid, una de las voces más singulares de la poesía ecuatoriana actual, que abrió su libro de poemas Mordiendo el frío y me leyó “Puetas”: 

“En todos los países hay poetas que entran y salen de la casa de gobierno. Pero por fortuna también están los que visitan casas de putas y cantan a las putas”. 

    Bueno, es otra manera, más cínica, de escupir contra los corruptores legales que tanto nos joden, pana, me dijo.


(Ensamblajes de O. Viteri)

Y SE SUBLEVEN LOS CANARIOS


     Le cuesta al barrio subir esta mañana amoratada. No acaba de tomarse su café con nubes de esparto y ya trota Esperanza a desplegar su quiosco: “A ver si escribes más llano”, me ha dicho, y tropieza entonces contra un ladrillo municipal que por ahí se atravesó. Sin embargo hoy no lleva prendido el alfiler de la pesadumbre en los cartones de su cara... 


    Hoy son los castaños de Indias los que miran con desprecio a los camiones municipales que vienen a caparlos, y los plátanos de toda la ciudad están tan tristes como los bosques mineros del jodido Noroeste... A lo mejor les cortan la cabeza y luego se suicidan.

   Se va iluminando el barrio, quiere salir el sol y hoy comeremos judías verdes con patatas, proclama el cantor vagabundo que toca en la calle del Reloj. Me arrimo a su banco y le digo que acaba de morirse un grandísimo poeta... Y me confiesa entonces que está tocado, que tiene su corazón desafinado, y que este oficio está perdiendo prestigio, cada día es más difícil conquistar con esta guitarra el embeleso de una chica. Y ambos nos miramos un buen rato los pensamientos rasgueados de impotencia. 


     ¿Tocarías por él esta noche uno de esos blues...? Por Juan Gelman, eso es. Y ahí me quedo a su lado desgranándole jirones de la biografía perra de Juan Gelman. Y que el pájaro que se queda enramado en su poesía no se desampara nunca. Porque su lírica es de barrio cocida de sufrimiento y universo y resistencia, de sintaxis y semántica arrolladoras, desgarradoras hasta decir abismo. Sus poemas se deslizan siempre con un monstruo que no te dejará dormir, un duende que se rebela contra la construcción de estas dictaduras políticas y económicas que padeceremos hasta cuándo...


    Comienza a llover el cielo municipal y levantamos entonces nuestra tienda, y todo esto que juntos vamos caminando se vuelve alegre de repente: las farolas que alumbraban ruinas comerciales, los pasos de cebra despintados, los sofás que esperan en la acera al camión de la basura, las fachadas más pobres incluso que ese joven que está pidiéndonos de comer en la calle Ancha... Se nos va abriendo la ciudad como un estuario...


     Y desembocamos al fin en la bahía. Es ya la hora de las insumisiones y las desobediencias. Y el cantor vagabundo pone entonces sus manos en el agua... y espera que se colmen de caballitos de mar, pues está convencido de que cuando pesca caballitos de mar en la bahía se espantan sus desidias e indolencias. Es la hora de las insurrecciones, y también yo pongo mis manos en el agua, y de golpe me salpican esos versos de Juan Gelman, “¡cantá/ para que corra la mañana/ y se subleven los canarios/ que lloran ocultamente!”


ENORMÍSIMO GELMAN



...Hijo de judíos ucranianos que emigraron allá cuando la revolución bolchevique...  Apenas un pibe y ya hundía la mano en su alma y sacaba astros y animalitos que pacían en su temblor.


       "Cuando hacés huelga de desastres caídos/ tu voz está en cuclillas/ y todo el barrio dice que llovés..." Fueron los primeros versos de Juan Gelman que yo escuché, después de una noche tremenda de verano, en Porto Alegre de Brasil, hace más de veinte años... Y cómo sonaban en la boca musgosa de aquella mujer argentina y comunista... Espumas de mar bravo que nos entraban por el ventanal impidieron que me leyese el poemario entero: Anunciaciones

      Y fue contándome pedazos de su enorme biografía. De su militancia en El Pan Duro, grupo de poetas jóvenes comunistas que defendían durante la dictadura del general Aramburu una poesía comprometida y popular. De su encarcelamiento y su adhesión a la organización guerrillera Montoneros, y su coraje izquierdista en aquel su país desaparecido en una gorra militar. Y luego el exilio, y el secuestro y muerte de sus hijos... Una biografía perra.


      El pájaro que se queda ahí enramado en su poesía no se desampara nunca. Lírica de barrio cocida de sufrimiento y universo, de sintaxis y semántica arrolladoras, desgarradoras hasta decir abismo... poemas que pasan con un monstruo que no deja dormir... Y su emperrado corazón que siempre amora.

  

    Gracias, compañero Gelman, gracias por exaltarnos la nobleza y dignidad humanas en este tiempo de desesperación... Un grandísimo honor, viejo...



SUPERSTICIÓN DE LAS ALDEAS


     Allá arriba nos estaba esperando, en una de esas aldeas del noroeste del mundo huérfanas de bueyes que midan el paso de los días y gallos que rompan el alba con el estruendo de sus crestas.


    Se llama Marco Aurelio y fue maquinista de locomotora eléctrica y se ha rebelado contra la agonía de su aldea moribunda. En él reconoceríais al hombre que definitivamente ha perdido la desesperación. La arteriosclerosis de su alma debe de ser tan profunda como una superstición medieval.

    Por aquí pasaba un río que calmaba a los insomnes. Y al otro lado se alzaba un peñasco de caliza que comunicaba con el reino de los busgosos y nuberos y todos esos seres mitológicos que se han ido suicidando...

   ¿Quién ha decretado la exterminación de nuestra infancia? ¿Quiénes tramitan el vacío entre esta tierra fértil y los astros? Se van quedando desiertas las aldeas milenarias, se van secando sus fuentes prerrománicas, sus manantiales de conciencia cívica y republicana. ¿Cuánto tiempo de vida política pacífica les queda a nuestros pueblos y aldeas soberanos?


   Cohabita Marco Aurelio con su mujer y su caballo y sus cuatro ovejas y otros tantos chivos, y algunas noches oye disparos de escopeta en el cerro de las Águilas y se caga entonces en todos sus muertos. ¿Cuándo se abrieron por última vez las puertas de ese camposanto?

    He ahí al hombre que no tiene vergüenza de su causa: cara de ángel recién caído en estiércol de corral. Se arranca hiedra de sus brazos Marco Aurelio y aún sabe silbar los himnos anarquistas de todos aquellos pájaros que construían con su vuelo el horizonte.


   Y entramos en la cantina. Huele a jamón rancio y a leche recocida en la indolencia. El tiempo se ha hecho aquí un nudo en sus cenizas. Y bebemos con delectación el vino de la tierra bajo una luz llena de fantasmas, bebemos con unción el vino de los antepasados, así retiembla en nuestras lenguas el mundo de las mieses y los rebaños y los bosques preñados de carbones...

   Bebíamos y hablábamos de las viejas tradiciones, y de repente he ahí a la mujer: mariposa en llamas detenida tras el mostrador. Y si hubierais visto su rostro al encender la chimenea y cómo nos íbamos contagiando de su candor vindicativo. Ella sola sería capaz de sostener la memoria de los trenes y los minerales...


   Y nos despedimos de la aldea diciendo en voz muy alta: “Por aquí pasaba un río que sosegaba a los insomnes. ¿Quiénes son los responsables de su progresiva despoblación?” Y de todo lo que podrían llevarse, si no los detenemos, los adverbios del ocaso.


LA CONJURA DE LOS ILUSOS


    Estamos en el atardecer del malecón de los Ilusos. Estamos aquí los idealistas, los imaginativos, los quimeristas, los fantasiosos, los soñadores, los noveleros, los utopistas, los indignados, los incautos...


   Extraña es la sustancia que en este malecón nos ha congregado: en realidad la luz del agua crepuscular nos importa tanto como la decrepitud de las estaciones de tren o las cenizas que escarban las mujeres en nuestras aldeas medievales. Y con sumo gozo hemos despedido a los barcos que zarparon con los dolores que hasta ayer mismo nos jodieron. Y luego hemos abierto nuestros brazos a la nieve que habrá de caer sobre la catedral de León y el castillo del Temple de Ponferrada y el palacio Episcopal de Astorga y el museo de la Alubia de la Bañeza... Cubiertas de nieve sus techumbres, no parecerán tan yermas sus ciudades. ¿Quién dijo que la nieve ayuda a encontrar las ilusiones que se pierden en las resacas del hastío?

    Son formas de la imaginación las brasas que nos unen a todos los ilusos, que nos empujan a darnos la mano y a seguir resistiendo y contraatacando. Porque no ignoramos que la crueldad del mundo ha recomenzado una vez más, y que sus demonios volverán a embestirnos, los demonios de las viejas ideologías corruptas, los cabrones de las economías políticas sanguinarias...


    Y con ese humor verde de raíces cúbicas, con esa alegría profunda de aventura mitológica, hemos acogido en nuestro malecón a algunos desamparados y perdidos que pasaban... Al vendedor de hielo, un barbudo de unos cuarenta y cinco años, oriundo de una aldea en ruinas de la Cabrera, y al que habían atracado en el barrio de Flores del Sil cuando salía de un tugurio abominable... Al soñador de la más moderna fábrica de palillos de dientes que se podría levantar en Matallana de Torío o en Villafranca del Sueño, antiguo oficial de policía y que no cesa de recitar “No hay nada tan hermoso como una cerilla ardiendo en el pubis de mi enamorada”... A la defensora de abortistas y contadora de tumbas sin nombre en los cementerios municipales del Noroeste Atlántico, mujer de magia roja que nos ha contado la increíble historia de la muchacha que fuera violada y obligada a parir en soledad y encontrada muerta en una cabaña de pastores..., y sin una triste piedra que marque el sitio donde yacen sus huesos...


  En realidad los ilusos, aunque estemos llenos de psicopatías y liricopatías, nos congregamos en los malecones del atardecer para matar a la derrota general. Y, al igual que los urogallos, ahí soñamos mirando al cielo la muerte de los contrabandistas.