CRISANTEMOS NEGROS



      ¡Estos valles mineros del norte donde nacimos y se nos hundió el sol de la infancia! Pasaban lentos los trenes y a lo lejos se oían explosiones, así de grande era el dolor algunas noches bajo tierra. Nos criamos entre los sudores de sus albañiles, mineros, ferroviarios...


     A los mineros les decíamos adiós desde los lugares más sombríos, nos habían contado que algunos a veces no volvían. Apenas comprendíamos el siniestro secreto de las galerías de la hulla y la antracita. Pero ya soñábamos también con dinamita y crecíamos contra el miedo que salía de las bocas de los túneles.

    Y se iban pudriendo los otoños pero no ignorábamos la pena negra de los robles ni la extraña intoxicación de los peces que iluminaban el rumbo de los ríos. El valle escupía entonces otros muertos, y en los entierros las blasfemias de la multitud contra Dios y este puto mundo nos hacían pedazos el alma.



    Aquí baten sus alas pájaros que corren el peligro de estrellarse contra los cielos abiertos. Aquí el arcángel del grisú sigue matando el muy cabrón. ¿Podían haberse evitado todos estos muertos? La negredad de la catástrofe no debería ocultarnos sus causas humanas racionales. Aquí los proletarios que anteayer descendieron por el pozo negro de la muerte reclaman a nuestros jueces honradez y transparencia. Por aquí pasó una fiera alada que mató, otra vez mató. ¡Y no habría de quedar impune una vez más el maldito arcángel del grisú!

    Durísimo vivir en estos valles con un pie hundido en el infierno. Buscar el sol por las callejas y esperar a los mineros que ya nunca más vendrían. Mentiras de mineral que nos haría a todos ricos andaban horadando nuestros sueños. Nacimos en un valle envenenado de carbones y a nuestra alma desprevenida le arrancaron de raíz los temblores de la utopía y la revolución.


     Y fue entonces cuando supimos que existían crisantemos negros, cuando nos dijeron que sobre cada una de las tumbas de aquellos mineros había que depositar un crisantemo negro. 
       Digo que crecíamos contra los gases de la muerte dulce y pensábamos sin temblor en los fuegos que ardían en el fondo de los valles. Oíamos la crepitación de los picos que se doblaban hacia las grietas de la muerte. Y pasaban lentos los trenes y a lo lejos se oían explosiones, así de grande era el dolor algunas noches bajo tierra. No sospechábamos que al sur de nuestras quimeras se levantaban los castilletes negros de la nada.


     Mi valle está de luto. Lluevan crisantemos negros sobre sus tumbas.


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