MISIVA A LAS GOLONDRINAS


            Altivas golondrinas:

     No se me hubiera ocurrido enviaros esta misiva si no hubieran caído en mis manos aquellas trece cartas devotas que don Ramón I el Grande de España os escribió, con la espontaneidad del enamorado de los años cuarenta, desde su exilio vanguardista de Buenos Aires. Pero no, yo no os escribo hoy para agradecer, como os declaraba don Ramón, "vuestra hermosa poesía sin contenido, hermosa en su distraer y disuadir de las raquíticas y mezquineras ideas económicas que quieren llenar toda el alma contemporánea."


      Porque creo que habéis perdido la inocencia de vuestros jubilosos antepasados, la inocencia de los pájaros. Más altaneras que nunca habéis venido a estos nuestros barrios tan humillados y ofendidos. Atravesáis raudas, sí, las páginas de su cielo en algarabía de fin de tarde...


...pero acongojan esas piruetas y trinos epilépticos que soltáis de vez en cuando. Tampoco diría yo que son aún hermosos esos rasgos negros que trazáis sobre papel azul. Y ni melancolía ni romanticismo detecto en vosotras cuando me quedo contemplándoos al atardecer.


      No parecéis las de siempre, las que hacían sus nidos en los aleros y cornisas que miran al oriente, las que entretenían a los adolescentes en los bancos públicos y les impedían suicidarse. Seguro que habéis presenciado los últimos crímenes financieros que se han cometido por ahí, y sin embargo no veo yo que os alborotéis con ánimo de acusar a sus autores y denunciarlos a gritos. ¡Hay que ver qué rápido habéis aprendido a esconder el ala!

    Irrumpís en el barrio por la mañana con tanta violencia, que más que secretarias gazmoñas del amor parecéis mercenarias de la directora del Fondo Monetario Internacional a la caza de pardales sin nido ni beneficio. ¿Qué clase de amenazas gritáis desde esas alturas con tanta insistencia?


    Sobrevoláis al mediodía los tejados y azoteas con fe de inspectores divinos de la Bolsa y el Mercado, como quienes hilvanan desdichas humanas aparentando que su negra conciencia se halla a salvo. O sea que si antes veníais a hacer ‘la conversión de las ideas negras del invierno en las alegres ideas de la primavera’, este año tenéis toda la pinta de haberos convertido en oscuras segadoras de las esperanzas, en siniestras anunciadoras de tempestades existenciales. ¿No será vuestro guirigay golondrinesco un canto a los funerales económicos de España?

     Esperando que por culpa de la presente nadie se atreva a comeros en festín ornitológico, me despido de vosotras sin enviaros cordiales miradas ni afectuosos adioses. A Bécquer y a don Ramón, si todavía los apreciáis, podéis darles mis saludos. Hasta otra.


EL LENGUAJE DE LAS CEREZAS


      Te pasa lo mismo que a muchos de nosotros: te levantas de la cama y la pesadilla sigue golpeándote con puño de antracita. Buscas tu frente en cualquier espejo, tus manos en el lavabo, tu corazón bajo la camiseta, y sientes que el mundo ahí fuera sigue bramando cuerpos obesos, estafas financieras, paraísos fiscales... Pero lo último que escuchas antes de salir a la calle es una noticia que acojona: Unicef alerta de que la pobreza tiene por primera vez rostro de niño. ¿Dos millones y pico de niños pobres en España, más de dos millones de niños mordiendo de la nada en los patios y escombreras de España?

      Y si ahora te dispones a tomar tu café del mediodía y dejas caer tus ojos sobre estas líneas, tal vez te parezca una frivolidad que hablemos un poco sobre las cerezas. 


    ¿O prefieres que hiera tu sensibilidad de ciudadano comprometido hablando de la desolación de los mineros? ¿O prefieres que amplíe el campo de tu evasión revelándote los oropeles de esa gala de la futilidad que se celebrará este fin de semana en la capital del Sil? ¿Y si todo eso --el glamour de los ‘Micrófonos de Oro’ y la angustia del carbón-- tuviera muy pronto su mármol y su día?




      También podríamos leer juntos ese cuento del ministro de Educación... Regresa el ministro a casa después de un día ajetreado en el despacho, se arrellana en el sofá e intenta no pensar en nada. La huelga de estudiantes y de profesores no ha sido nada. La sala se le va oscureciendo y todo lo que le rodea --las paredes, los camaradas del partido, el país al otro lado del ventanal-- se va desvaneciendo, quedando en nada. Y en el éxtasis de su lasitud exclama: “¡Qué bien se está en la nada!”

     Pero las cerezas... Las cerezas, ‘atajo entre el deseo de los ojos y la sensualidad de los labios’, dijo el poeta árabe. Las cerezas estallando al mediodía, esa fruta emocional del fin de nuestra primavera, el fruto agradecido de ese lenguaje pastoral que aún nos une y perpetúa. ¿Qué canción continúan derramando sobre nuestro pobre suelo? Las cerezas, redondas, brillantes, ‘engañosas gotas de sangre’, que imaginó Cunqueiro en su Viaje de las cerezas


    Hay un sentimiento ahí prendido de esos árboles... No tengo palabras para describírtelo, pero te aseguro que no estás solo, aunque estés sentado en tu café y con tu periódico a solas. Recuerda que las cerezas se aparecen en la cesta enredadas unas con otras, y que se degustan con más sabor de dos en dos. A veces tirando de una cereza vienen veinte o ciento. Y te digo lo que decía el juglar de Mondoñedo, que las comía con pan metiendo tres o cuatro a un tiempo en la boca: parece que sólo en compañía la cereza y el hombre se ponen en orden, en vanguardia, en resurrección.



FÁBULA DE MAYO


  
            Mayo es también el relato de una osa enloquecida que desde las cumbres del hambre desciende con sus crías en la noche sobre nuestras colmenas y amapolas. Y deja entonces un punzante olor a pánico, a caos, a destrucción. Nos asaltó esa imagen el otro día frente a los muros en ruinas del castillo de Sarracín. Elegimos a veces las alturas para saber dónde estamos realmente, para asomarnos a nuestros sueños colectivos, y desde ellos hablar de nuestra historia y de lo porvenir.


        Desde el cerro del castillo vislumbrábamos la osa con sus dos crías, allá en el pórtico de su gruta milenaria. Y oíamos asustados sus bramidos mientras ejecutaban su danza ritual antes de correr montaña abajo sobre las jaras y las alas de las abejas. Comprendimos entonces la alucinación de los osos, su hambre y su barbarie. Y que también podíamos convertirnos en sus víctimas. ¿De qué sirve a las presas permanecer firmes frente a los cazadores? O se les espera empuñando un arma mortífera, resistiendo sus feroces ataques, o en la sensatez de la retirada reside la salvación. ¿De qué sirve, pues, sentirse o quedarse indignado frente a un oso con las manos en alto?


     Pero dejaron de bramar y posamos los ojos sobre los regueros de amapolas que alrededor del castillo habían estallado. No parecían regueros de sangre todavía. Habían brotado a borbotones y Jules Renard hubiera dicho: “Su espada es una espiga y emergen como ejército de soldados.” De repente nos percatamos de que aquella osa y sus dos crías habían abandonado su cuartel. Y fue entonces cuando Mahmud Darwix nos salió al encuentro para recordarnos que a la amapola los antiguos palestinos la llamaban “herida del enamorado”. Le dimos las gracias y nos quedamos un buen rato pasando revista a ese ejército de soldados que lucían un rojo tan hermoso. Inofensivas amapolas que no tardarían en ser trituradas por las patas de aquellos plantígrados insaciables.


   Se acercaba ya la noche y antes de descender contemplamos por última vez las ruinas monstruosas, espectrales, del castillo de Sarracín. Inútilmente vigilaban los restos de sus almenas el cárdeno horizonte. Su extravagante figura nos conmovía. También vosotros hubierais sentido gran pena al dejarlo allí abandonado de la mano del Diablo. Y tuvimos el presentimiento de que esa misma noche sus muros se desmoronarían... 

      ¿Qué significado está sembrando todo esto?, os estaréis preguntando. ¿Serán las señales de una larga y cruenta batalla que se está gestando dentro de los muros de nuestras ruinas?


      Y ya estábamos entrando en la aldea cuando oímos un bramido descomunal: la osa y sus dos crías descendían corriendo monte abajo sobre las jaras y las alas de las abejas...

LA INDIGNACIÓN DE LOS PAISAJES



      El paisaje presente es la epifanía, la revelación de nuestro purgatorio económico, político y existencial.


       Deambula uno por las afueras de la ciudad al atardecer y ese paisaje animal y vegetal apenas atendido comienza a manifestar su indignación. Como si no tuviera otro deseo que ponerse al alcance de nuestras manos, como si quisiera habitarnos. He ahí un abeto con los brazos extendidos reclamando un antídoto contra su agudísima ansiedad. Los últimos rayos del sol se quedan abrazándole y dejan colgado de su cabeza: “Ha llegado la hora de rebelarte.” Un trío de castaños de Indias nos saluda con su aroma a primavera exacerbada, y nos pregunta: “¿Cuándo cesará esta venenosa epidemia?” Las ramas irritadas de los chopos que invaden el río, las zarzamoras y esas manadas de patos delirantes, los mirlos y las palomas neurasténicas y esos caballos iracundos sobre la colina encendida...


      El atardecer es lento y no hay como adentrarse en este ambulatorio de vegetales y animales aturdidos para despojarse de la melancolía urbana que nos atenaza. Se diría que todo ese paisaje ha alcanzado el paroxismo de la indignación. Y que estaría dispuesto a transgredir los límites de la legalidad para instalar la verdad de su primavera natural. Los cerezos, las vides con sus pámpanos, las flores de los manzanos... afloran su excitación con la elocuencia impecable de los resistentes. Porque no temen emprender una movilización contra el mundo de muerte que les amenaza.


       Y tú en cambio sigues ahí clavado ante el televisor. Como un paisaje sedado por la teoría de las deudas y los sacrificios colectivos. Y eso que de vez en cuando tu corazón se tambalea, se siente atraído por el vértigo y la magia de la transformación social. He ahí un hombre de tu edad arrojando contra el muro palabras como antorchas. Y te estremeces. He ahí a otro hombre lanzando con autoridad de gurú economista mentiras como escupitajos. Y entonces la estupefacción te hace gritar: “¡No, no es el lenguaje que esperaba!” Pero permaneces anclado frente a la pantalla de la razón política actual, viajando en el tiempo al ritmo de las grandes depresiones económicas. Como si no quisieras enterarte de que este paisaje primaveral que nos rodea está sufriendo una tremenda convulsión. Como si toda esta perturbación política no fuera más que un texto literario.

     ¿Y si tu presente y ese paisaje de ahí fuera estuviesen a punto de saltar por los aires?


    ¿Bonito día, verdad? Lo siento si te has irritado ante el mundo que ha ido naciendo en tu mente con las oraciones que aquí he transcrito. Pero pensaba al escribirlas en todos nosotros, en la aventura de ese tremendo mañana que nos espera.

UNA HISTORIA COMO UN OSEZNO


         Estoy ‘deses-parado’, me dice el Peta al entrar en el Café del Mediodía. No será para tanto. Y me enseña luego la fotografía de ese osezno huérfano y perdido en Palacios del Sil. Nos roza entonces la piedad: los ojos desvalidos del osezno... Y alzamos las jarras de cerveza deseando que los dioses de los plantígrados no le deparen a su cachorro un destino aciago. Si lo hubiera encontrado ahí, sentado en medio de la carretera, el Peta se lo hubiese llevado a su casa. Pero solo por unos días. Los suficientes para construir una relación sentimental sostenible entre una cría de oso y un hombre.


       Se ríe entonces y le enseño la flor ya marchita de una jara que he cogido el día antes en una colina del este de Ponferrada. Todavía huele a bálsamo.


     Esto va de mal en peor, sigue diciéndome el Peta. Muy pronto nos recortarán el vocabulario, y después de las palabras nos recortarán la geografía, y la poesía, y la concupiscencia. Y nos talarán también los árboles de la mitología y los bosques de la imaginación. Y acabarán recortándonos los huevos, te lo digo yo. ¡Castrados para siempre!

    Y ahora me gustaría contarte una historia, colega, una historia que me anda trepanando el cerebro desde hace algún tiempo, pero me parece que hoy no tengo las palabras. Trata de dos hombres y una mujer que viven en el mismo edificio donde vivo yo. Si pudiera encontrar las palabras te contaría la historia. No duermo bien desde que los oí una noche de perros dar patadas y puñetazos contra la pared. Y se me desboca el corazón, me salta como un corzo cada vez que la oigo a ella chillar como una loca. Se pasan casi todas las noches taconeando por el pasillo y las habitaciones. A veces se me figura que están follando. O rezando, quién sabe. Otras veces creo que son animales enjaulados que presienten que los van a sacar de ahí por la mañana para llevarlos al matadero. Y a ratos ríen y ríen y entonces imagino que son enfermos mentales a los que dejan abandonados. Durante el día hay un gran silencio en el piso. Supongo que estarán durmiendo. Ya te digo que no tengo palabras para contarte lo que está sucediendo en esta historia. Ella parece joven todavía, unos cuarenta años, y habla y grita como un hombre. El más viejo de ellos tendrá unos cincuenta, y sus rugidos son como los de un oso. Y con qué fuerza aporrean las paredes de su celda. Me obsesiona tanto esta historia que no encuentro las palabras para contarla. Estoy como ‘deses-pirado’, chico. ¡Será este osezno!



      A lo mejor esta misma noche deciden suicidarse, se teme el Peta. Si mañana la Policía los encontrara muertos a los tres, a mí me quedaría para siempre muy sucia la conciencia. Pero vuelvo a repetirte que no tengo palabras para contarte esta historia.


    Y antes de despedirnos le muestro otra vez la flor de la jara. Todavía huele a bálsamo.