LOS NOMBRES DEL VERANO 2



     Es el verano y su desasosiego. Y el perfume de los tilos que nos emborracha al anochecer y entonces nos sentamos en la terraza de un café de la zona alta de Ponferrada y hablamos de las sirenas del Cantábrico... Recuerdo ahora el verso del bardo de la Beira Baixa portuguesa: "El verano tiene todos los nombres del mar". Y parece que ardieran las colinas y los castillos allá en el Noroeste Atlántico. El Bierzo se va abriendo lento a los caminos del verano. 


      ¿Dónde te has escondido, Morlito, que no apareces por el barrio? ¿Has escrito ya esa carta al Presidente del Gobierno?  


    Y de pronto la totalidad del sol, el sol irrumpiendo en los suburbios más pobres de la ciudad. Y con la pasión del sol se encienden las callejas y esos puentes que nos sostienen el verano. Y hablo del verano como de una terrible estación política y sentimental, un modo vehemente de estar en las asambleas de los trabajadores derrotados, en las batallas que afrontan las mujeres que gritan los naufragios industriales, en los declives económicos de nuestras aldeas y pueblos milenarios, y aun en la eterna Marcha Negra de los mineros de toda España hacia Madrid. 


    El verano con su larga cabellera trenzada, sus ojos islámicos y el trigo bajo sus brazos de bronce, y su voz de cobre gitano anunciando la resurrección  de las manzanas y los grillos, soplando los vientos ardientes de la carne y la voluptuosidad de los geranios, llamando a las puertas de nuestra eterna revolución social. El verano y su quimera. El verano y sus alucinaciones y viajar por sus arenas como si viajáramos al exilio. No olvidéis que el gran peligro del verano son las navegaciones y los regresos. Y que nuestros corazones vivirán seguramente por encima de sus posibilidades. El verano, interregno tan inestable. Que tengáis suerte, amigos. Que no perdamos nuestra buena sombra. El verano tiene todos los nombres del mar.


Y TODO ESTE PAISAJE


     Ese podría ser nuestro paisaje, un tortuoso camino hasta la bancarrota, dijiste.

            Y la brisa traía olores de antracita y pólvora. Los campos de amapolas manchadas de ceniza no nos parecieron ya dignos de ser contemplados. ¿Qué estaba sucediendo en la mayoría de esas villas y poblados que gravitan sobre las simas de carbón?


            No se puede arrancar de cuajo a nadie el deseo de que las cosas sean distintas, dijiste.

            Y oímos entonces las voces de los más viejos quejándose de la violencia civil, enumerando sus recuerdos del frente de batalla donde habían sido heridos y olvidados. Como un incendio forestal en un bosque del ayer. A nadie le gustaría vivir otra larga temporada en el infierno de las detonaciones.


            Mañana desciende el verano y si es realmente un dios incendiará este paisaje, dijiste.

            Y en las callejuelas por donde vagábamos ningún rescoldo de belleza se atisbaba, incluso llegamos a temer que estábamos traspasando las fronteras de la locura colectiva. Cerramos los ojos y escuchamos el silencio de los comercios y tabernas y que todo ello podría acabar hecho pedazos. Se nos erizó la piel y aun así supimos apreciar los colores del cielo que amenazaba tormenta.


            Cuentan que han metido al ejército en las cuencas mineras, dijiste.

            Y posamos los ojos en el bosque más cercano y de pronto asistimos al encuentro de una cuadrilla de cazadores furtivos que comenzaron a disparar sus fusiles y no podíamos contener nuestra angustia. Hasta que salió de entre las brumas una pareja de corzos, tal vez en busca de nuevos lugares donde olvidar el horror de su situación. Sentimos piedad de ellos, claro que sí, y luego fuimos conscientes de la oscuridad que se había coagulado alrededor de nuestras imágenes.


            Es como si viajáramos desde la estación del resplandor hasta el ocaso, dijiste.

            Y vimos brillar otra vez las llamaradas y nos parecieron aterradoras. Las casas se alzaban por encima del horizonte implorando venganza a gritos al Dios de los paisajes dignamente habitados. Tan intensa era la sensación de que la pólvora estaba chamuscando nuestros pulmones. Y entonces nos preguntamos qué estábamos haciendo ahí, con las manos vacías, en cualquier momento nuestro paisaje podía saltar también por los aires.


  A saber por dónde vagaremos de ahora en adelante, dijiste cuando ya era de noche.

VENDEDORES DE MILAGROS



     En el Café de los Ilusos caímos anteayer y ahí estaba el Peta trastornando con su oratoria desenfrenada el ‘envenenado orden nacional’. 

-Las muchedumbres mineras, armadas de ardiente paciencia, marchan con sus lámparas de primavera proletaria sobre la espléndida capital, colega. 

    Así me saludó y me arrebató de las manos La bicicleta del panadero de Juan Carlos Mestre y Todos los cuentos de García Márquez que yo llevaba para alegrarme la tarde. 


     El cuentista de Macondo padece el mal del Olvido, le dije. 

-Y en el último sueño que yo tuve, tres mineros se estaban quemando vivos, en un tren de carbón. 

    Se le quebró la voz y de repente saltamos a la Revolución del 34 en Asturias, donde la poesía y la dinamita andaban en la noche cogidas de la mano. 

-Todo se va olvidando, compañero. Que Dios tenga piedad de él. 

   Y entre todos los cuentos del colombiano fue a dar con “Blacamán el bueno, vendedor de milagros”, y en él se sumergió hasta que lo despertaron los gritos de la camarera, que si quería otra jarra de cerveza.


-Así como este cabrón de Blacamán son los malos vendedores de milagros del Gobierno. Capaces de convencernos de que el mes de junio es una manada de estrellas recauchutadas. 

    Y el Peta cerró el libro y empinamos las jarras y brindamos por todos los mineros de la tierra. Debe de ser espantoso el mal del Olvido, le dije, tratando de torcerle el rumbo. Pero comenzó entonces a largar un discurso con tonos bíblicos... 

-Porque mucho más jodido tiene que ser quedarse sin garbanzos, compañero. Conozco a varios mineros que este verano las pasarán muy putas. Tendrán que confiar en la multiplicación de los panes y las tortillas. Porque la razón y el hambre se desbocan y a veces disparan a bocajarro contra los guardianes de la prosperidad. La marcha de los mineros es la marcha de la luz contra las tinieblas del capitalismo financiero y postindustrial... Y hasta los chinos de la China comunista se van a enterar de lo que valen nuestras minas y mineros. No, no permitiremos que nos conviertan esta provincia en el Cementerio de los Desahuciados Insomnes.

   Le temblaban las manos al Peta. Él sí que parecía en esos momentos un vendedor de milagros, un Blacamán el bueno.


            Se echó al coleto otro trago y traté entonces de aplacar su ira contándole que García Márquez había prefigurado su mal del Olvido en unos bellísimos pasajes de Cien años de soledad, y le resumí la fórmula que había concebido Aureliano Buendía para defender a los habitantes de Macondo de las evasiones de la memoria. No abrió más la boca el Peta. Cogió La bicicleta del panadero, se quedó ensimismado contemplando la portada... Y al entregármelo me lo preguntó con los ojos. 

    Un verdadero milagro de la Poesía del Porvenir, le dije.


UTOPÍA ENCARBONADA


     Salud, mineros, oh creadores de la profundidad: Reescribo así el verso aquel con que saludaba a todos los mineros del mundo el enorme poeta peruano que fue César Vallejo. Más de cien años buscando el cielo bajo tierra, la utopía encarbonada... Y los mineros “salieron de la mina/ remontando sus ruinas venideras,/ fajaron su salud con estampidos...” Vuestra épica de detonaciones y túmulos está siendo dinamitada. Como si la hierba y los líquenes se hubieran negado a continuar creciendo en vuestra oxidada gramática universal.


       ¿Por qué rehuías el ángel del carbón, “feo, de hollín y fango”, amigo Alberti? ¿Tenías miedo a sus respuestas corales, a la unión de sus órganos de tinta negra y mineral contra todos los desalmados de la tierra? Por eso luego les cantaste aquellos versos comunistas que desembocaban en el mar Cantábrico, “de la mina salgo, amigo, de la mina, soy minero, barrenero, ven conmigo”, y el resto que no voy a transcribir. Pero entonces se alzaban los puños y se cantaba y aplaudía La Internacional. Ahora ni siquiera el himno, compañero.


        Y tú, Gonzalo Rojas, poeta hispanoamericano del carbón, ¿qué versos podrías añadir hoy a la causa del “minero inmortal”? ¿Les ayudamos a los mineros del Bierzo, de León, de Asturias, de toda España, les ayudamos a estos mineros hollinados, enrabiados, furiosos contra la defunción presentida, llevándoles un vaso de buen vino para que se repongan y mantengan su fe en las corrosivas honduras? Perdona el temblor de mi lengua si te digo como a un muerto: La mina estrellada se derrumba como noche torrencial.


        Poco a poco han ido sajándoles las bocas que buscaban, poco a poco quemándoles las banderas que alumbraron nuestros pueblos y ríos de la adolescencia. Su especificidad era una linterna mágica y un espectro febril. ¿Teméis que los antidisturbios de la economía global estrangulen para siempre su metálica semántica? ¿Y nunca os habéis preguntado a qué manos ajenas al dolor de sus pechos y las explosiones ha ido a parar la mayor parte de sus ganancias?

        ¡Y si sólo les quedase apuntalar con sus llantos las ruinas de su casa! Pongámonos en el lugar de las mujeres y sus hijos, allá en el tiempo en que se extinga el último minero. Pongámonos en el límite del desfallecimiento y la aniquilación. ¿De qué sirven, pues, esos gestos tan extravagantes como el de entregar un casco minero al Presidente del Gobierno?


       Salud, mineros, creadores de la profundidad. ¿Qué nos queda ya? ¿Resistencia a base de batallas campales, pelotazos de goma y humo y heridas en los ojos? ¿Abrir con vuestros gritos de hulla y antracita el socavón de la fatídica condena? Más de cien años buscando el cielo bajo tierra, ay, esa utopía ‘encabronada’.