DROGUERÍAS Y OTROS MUNDOS

-Déjate de cuentos y escribe la necrológica de nuestras ferreterías, fruterías, carnicerías, mercerías, droguerías... ¡Teníamos la ciudad más industriosa y animada de la Península Ibérica, artista!


     Cada vez que regresa de sus odiseas por el litoral atlántico, clama el marqués de Carracedelo por los pequeños mundos dichosos que se le han ido perdiendo. 

    Por la bahía del Pajariel andaba el lunes espantando su vieja hipocondría bajo su rojo paraguas florentino. En el expreso del Oeste había viajado desde la Ciudad de la Luz, donde había dormido las últimas veinte noches más excitantes de su vida, y exactamente en el mismo hotel que había albergado al creador de James Bond cuando trabajaba de espía en el Servicio de Inteligencia Naval Británica. 


--En la Capital del Fado se conservan las ferreterías, sombrererías y zapaterías con más encanto de Europa, rediós, se entra en ellas como se entra en un templo. Y no existe en todo el Noroeste un café tan intelectual como el café Nicola de la plaza del Rossio. 

    En la Ciudad de las Siete Colinas la hora que da el reloj es la hora del corazón y, si Dios no lo impide, la feliz amante portuguesa del marqués vendrá en el otoño a vivir con él y su caballo en su fantástica Quinta de los Cerezos. Le felicito y me revela su última desgracia, una lumbalgia que al atardecer le melancoliza el pensamiento.

-Desde que empezó la primavera no salgo de las farmacias. ¡No encuentro la pócima que me arranque las pesadumbres!


    Nos asaltó el hedor de una gaviota putrefacta, un olor a sexo mal lavado, y recordó entonces que un tío abuelo suyo había regentado durante casi veinte años la droguería más pulcra del casco antiguo de esta ciudad. 

--¡Aquellos polvos y jabones líquidos, aquellos esmaltes, raticidas y frascos repintados con espeluznantes calaveras! Una reliquia que se fue a la mierda cuando la Transición Democrática. 

   Y eso que su tío abuelo era el único droguero del país que militaba en el partido de Tierno Galván, pero quién coños se acuerda ya de aquel Partido Socialista Popular. No, no le parece descabellada al marqués la forjadura de otra Transición. 

-¡Basta ya de bogar España abajo! Nos balean y ponemos la misma cara que un perro cuando conversa con los astros.


    Y de la patriótica necesidad de una segunda Transición pasó el iluminado marqués a echar pestes contra los cantantes de la Junta, que a ver por qué no apoyaban el proyecto de incluir el Bierzo en la Ruta Europea del Wólfram. 

--¡Si esos mangantes contemplasen los vestigios industriales de la Peña do Seo...!

    Se encendieron entonces las luces de la bahía. Y antes de perdernos por Flores del Sil me confesó su próxima odisea:

-¡Peregrinar en dromedario hasta la tumba de Santiago Apóstol, artista!


NO AL OCASO DE LAS ESTACIONES


    Cabalgo hoy esta columna en el andén de la estación de ferrocarril. Es posible que descarrile entre la furia y la congoja que no puede callar. Podría pasarme un día y una noche aquí, viendo partir un tren y otro tren llegar y detenerse, y entonces un país enorme en prodigiosa revelación...

    El soñar reclama todas las estaciones y está dentro de los trenes. 


    Nací a la orilla de una estación ferroviaria, señora ministra, y desde ella aprendí a escuchar la voz del mundo, un mundo abierto a los puertos de nieve y mar y a los horizontes eléctricos.

   ¡Qué desgarrapieles su siniestra economía reaccionaria! “No se cerrarán estaciones, pero no pararán los trenes”. ¡Qué terrible oración tan descoordinada y descompuesta que huele a cementerio!

   ¿Y asistir entonces al entierro de las estaciones? ¿Y nuestros trenes desembarcando en el puerto de la muerte? No caminaremos afligidos hacia ese monstruoso fenómeno. No ha nacido nuestra geografía para que se le cubra de calaveras su alma.


    ¿Y no ver jamás el rostro de esos pasajeros que viajan con el amanecer hacia el poniente? ¿Por qué ese maldeseo ministerial de arrojarnos por las ventanillas de la miseria? Es el grito de toda una provincia, señora ministra, es la supervivencia de nuestro mundo rural. No nos aprieten más contra el ocaso. 

    Porque el tren del mediodía que para en esta estación nos abre un paisaje como una nube en pantalones preñada de maravillas florales. Y el tren del atardecer que parte hacia el oriente se lleva nuestras plegarias atadas a su pecho... para regresar al día siguiente cargado de jilgueros neofuturistas.


    El soñar se detiene en todas las estaciones y aflora en el corazón de todos los trenes, señora ministra.

 ¿Treinta y ocho trenes a la semana pretenden estrangularnos? Como si treinta y ocho huesos nos extirpasen de nuestro esqueleto sentimental. ¡Y los cuentos y relatos que sucedieron y sucederían en las cantinas y andenes de nuestras honradas estaciones provinciales! Lean el fuego que nació con ellos, y déjense de acribillarlos.

   Al cobijo de esta estación primaveral lanzo mi rabia entre raíles. No nos jodan los viajes de la pajaración.


   Y ya me detengo. Ahí se está parando el tren que silba una canción de la tierra en clave de sol.

  Siempre estaré naciendo a la orilla de una estación ferroviaria, señora ministra, escuchando día y noche la voz del mundo abierto a los trenes de la dicha y el mar.


BAR TOMELLOSO


       ¡La ciudad que existe en esta vieja taberna! Ahí de vez en cuando volvemos con el atardecer al hombro, y se nos encandila el alma. Porque el bar Tomelloso es una alegoría de la silenciosa resistencia civil, de la memoria urbana que no podrán derrotarnos nunca. Ahí el tiempo se ha ido deshojando a mano limpia. Pero se palpa aún el revolar de amigos idos.


     Y me contaba muy afablemente la dueña el otro día retazos de su historia. El fundador del bar (no recuerdo su nombre) lo llamó así en honor de aquel íntimo amigo del pueblo de Tomelloso que había conocido en el ejército, cuando España reclamaba a golpes el advenimiento de la república segunda y en el otro mundo nacía el Che Guevara. ¡Las sedes y hambres que desde aquellos tiempos se habrán aplacado en esta taberna! Y habéis de saber que en el Tomelloso se pueden degustar los riñones más suculentos de todo el Noroeste Atlántico.


     La primera vez que entré (¡para qué contar los años!) fue para compartir con un compañero de fatigas (hace tiempo que me desapareció) la pena que estaba consumiéndole. Era cuentista, o algo similar, aunque siempre andaba con un poemario bajo el brazo. Y se había metido en un enamoramiento que de puro milagro no acabó en manicomio. Ella se llamaba Claudia y a sus veinticuatro años había profesado en el convento de las Concepcionistas. Hubiera sido hermoso... Un solo amor compensa muchas muertes, solía decirme. Y me dibujaba el rostro de la monja enajenada sobre la mesa de mármol, y era bello todavía. Militábamos entonces en el Partido de los Ilusos.

     ¡La literatura obrera y liberal que aún se alza entre los muros del Tomelloso! Y esa juventud al borde del derrumbe que se posa ahí para deshacer el amor al cobijo de su sombra. ¡Pero qué gusto pensar bajo su techo a salvo de los estrépitos municipales!


      Si alguna vez descendéis por la calle La Calzada, no dejéis de entrar en su calor. Seguro que os sentiréis de inmediato como en el resol de un cuadro hiperrealista. Y será lo más al sur profundo de la ciudad que hayáis estado. Y verán entonces vuestros ojos descender pedazos de poemas sociales que dicen que hay que ganarse el pan de cada día y los almendros y el sol tan honradamente como lo hicieron nuestros antepasados.

      Fue en el Tomelloso donde conocí yo aquella mujer que atardecía la voluntad y las serpientes, que regaba las flores con solo mirarlas y andaba siempre metida en unos líos de la hostia que la llevaron a tirarse del puente del ferrocarril abajo. “Mariposa en ceniza desatada”.


      Sale uno feliz del Tomelloso y la Ponferrada que le ataca se ha deslizado hacia un estado de ficción... difícil de asumir.


TREN DE LOS DESAHUCIADOS


    Cada vez que paso por la cantina de la estación de ferrocarril, acabo hablando con alguno de los tipos que la rondan. Ahí sentado estaba, junto al ventanal, tal vez setenta años, tal vez acariciando la posibilidad de no subirse en el tren que estaba a punto de llegar. Y al verlo así, los ojos lloviéndole, la piel de sus mejillas tan renegreada como el dorso de un sargo crudo, le entré, preguntándole si tenía fuego. Cogió del suelo su mochila negra, la colocó entre sus piernas, volvió a otro lado la cabeza y fijó su atención en algo que parecía bastante lejano.


    De pronto me acordé de Silvano Toniolo, ese jubilado italiano de ochenta años que vive viajando permanentemente en los trenes con su mochila negra bajo el alma. Silvano Toniolo, desahuciado y arrojado de su apartamento del centro de Turín, se negó desde aquel día a vivir a la intemperie y lleva ya nueve meses sin bajarse de los trenes, salvo para cambiar de ruta y destino. Silvano Toniolo a lo mejor se muere mañana afeitándose en el lavabo del vagón de un tren con destino a Perugia, o a Verona, o a Spoleto.


    Pero este viejo que no tiene ganas de hablar, a saber adónde irá y por qué, y qué llevará en esa mochila negra. Podría ser uno de esos improductivos ciudadanos afectados por la hipoteca de su vivienda, uno de esos desahuciados que no han querido reconvertirse en maldecidos vagabundos del sistema y han decidido vivir viajando noche y día en la grupa de los trenes. ¡Cada vez son más los bienaventurados que se suben a ese tren! ¡El tren de los desahuciados! ¡Menuda vida padre se pegarán hasta que palmen!


    Tenía el tipo la boca un poco torcida. ¿Y si hubiera quedado inválido tras sufrir un ictus cerebral? Iba a entrarle de nuevo cuando comenzó a extenderse por la cantina un desagradable olor... ¡Los pies! ¡De sus zapatos brotaba humo, y un intenso chisporroteo y olor a piel chamuscada! Sin embargo ahora sonreía, aunque su rostro se había puesto blanco. ¿Qué le ocurre? ¡Era insoportable aquel olor a carne achicharrada! Y golpeó con furia sus manos contra la mesa, parecían dos berenjenas reventadas. Y el chorrillo de sangre que fluía por el suelo...


    Anunciaron la llegada del talgo por los altavoces y los dos nos sobresaltamos. Con grandes esfuerzos se levantó de la silla, y se fue cojeando hacia el andén. Lo seguí unos pasos, aún cabía esperar que soltase prenda si le preguntaba por qué se marchaba de la ciudad, verá, es que estamos realizando unas encuestas... Se volvió y dijo:

-¿Qué quiere que le cuente? Si no me voy ahora de aquí, mañana mismo podría amanecer muerto.

    ¡Joder! ¿Y eso? Y mencionó entonces el nombre de un puticlub de las afueras de la ciudad...

    Justo en ese momento el tren se detenía en el andén.


HERIDAS DE MAYO


       Regenta la taberna desde hace doce años. Y cuando llegó de Colombia huyendo de atropellos y miserias infames, le pareció Ponferrada una ciudad bonita y tranquila, y aquí me quedé. La suerte y sus exóticos encantos le regalaron la administración de este tendejón en un barrio de mucho alterne, hasta que la puta crisis lo arruinó.



       Una mulata enorme, con la miel del gozo cosida al jacinto de su cara, qué garbo y qué reír y ese extraño esplendor en la mirada. Pero de allá, de aquel sucio puerto del Caribe donde la persiguieron muchos hombres y tuvo que casarse con un ‘muerto’ y ella y su niña de tres años estuvieron a punto de morir... de allá no quiere mucho hablar.


      ¡Y ahora qué carajo! Se le están yendo los parroquianos de siempre, no están viniendo tantos como antes. Y cada vez más borrachos a los que templar, tú sabes, hay noches que no consigo pegar ojo después del miedo que pasé. Y del excusado a más de uno tuve que sacar medio muerto y lavarlo y ponerlo a andar. Y encima la niña, que ya cumplió veintidós años y que le anda con la cocaína y otras mierdas y con qué pellejos. Así que cualquier día tendré que abandonar esta taberna y adónde iré a parar. Por entre los labios le brota entonces una jara blanca que evoca el vuelo suicida de un insecto...


      Así está ella, que se consume la vida pensando y pensando qué tapas nuevas va a servirles, y cuánto pulpo y cuántos callos, y qué vino más bueno y más barato, hijo, ya solo me falta cobrarles dos vasos por uno, ah, qué consumición me entra por el pecho. Y te cuento algo más, te digo que tengo miedo de volverme loca... Y estas carnes y cuadriles que se me están cayendo, ya poco me miro al espejo, pero no voy a avergonzarme de mis tristezas.


   A su hombre no lo ve apenas, anda trabajando de camionero por Galicia, Portugal y qué sé yo qué países más. Solo dos o tres veces al mes podemos estar juntos, y ya me dijo que me mataría si me fuera con otro hombre. Y él cualquier día se me enamora por ahí. Y yo muertita aquí. Vida perra esta, tú me dirás cómo voy a tirar así, ya tú los estás viendo, cuatro gatos ahora mismo, cuando son las nueve de la noche. A ti te invito a otra cerveza.


     Pero yo no me fui de Colombia para volver. Ya me saqué aquella tierra de este corazón, y en esta ciudad querría quedarme, le cogí cariño. A pesar de todo, esto es otro mundo. Sí, tengo que hablar con los municipales que llevan lo del cementerio, eso me dijeron, que pocos nichos hay y que muy caros...

     Vacila entonces, cambia de gesto, por los pliegues de su frente mulata le cruzan pavores de la adolescencia... Como si se espantase de la muerte.