Bajo estos cielos estorninados me fui extraviando por el
frío del poniente... La avenida del Noroeste muere en una casita inundada de
luz amarillenta a la altura de la calle de las Cabras. Reconocí entonces el suburbio
de las materias deleznables. Y la gente que venía del otro lado, diciembre
arriba, esas gentes que cruzaban sin miedo las vías del tren, ¿adónde iban con
esas ansias? ¿Les urgía marcharse de aquí?
La escarcha industrial, y esos árboles abatidos, esa geografía
proletaria donde no hace mucho tiempo había obreros calentándose alrededor de
un bidón y mujeres cordiales incluso hermosas en su decrepitud... La ciudad ahí
era al mediodía una hipérbole electromagnética. Y brillaba allá abajo como una
estrella tuberculosa la
Terminal de Mercancías. ¿Dónde amasará pasado mañana esta
barriada sus grandes esperanzas? Tal vez todo esto, las casas con sus huertas,
las esquinas y tabernas ferroviarias, los geranios izquierdistas, las manos que
desbastaron el cemento, las pescaderías y las azoteas, tal vez todo esté
cambiando de la forma en que ellos quieren que vaya destruyéndose...
Y cuando iba a entrar en la única cantina que a esas horas
estaba abierta, me llamó una chica con perfil de ángel requemado, y me preguntó
a cuántos minutos quedaba la estación de ferrocarril. Le urgía tomar el tren,
no podía perder el próximo tren. Adónde vas, chica, ten cuidado, podrías
encontrarte con esos tres jabalíes que andan hozando día y noche en los
contenedores de este arrabal. Hay mañanas tan crudas, que hasta los
pensamientos políticos nos brotan derrotados de antemano. ¿Y cuál es la causa
de tu urgencia? Y me contestó que sería su misión hacer volar el tren del Oeste
antes del alba... Sus contracciones de tigresa enajenada me espantaron. Pero es
verdad, nadie nos ha prohibido por ahora golpear las puertas que se abren a la
alegría elemental del invierno, le dije. No sentí sin embargo necesidad de
seguirla. Y me temo que haya encontrado ya su trabajo en aquel país que se había
inventado con tanto ardor.
Al otro lado de la barra, el cantinero seguía contando los
pasajeros que iban subiendo a los vagones del tren que acababa de llegar a la
estación y que debería llevarlos hasta el barco de las Emigraciones. ¿Y cuántos
tendrían que atravesar el océano?, le pregunté. Yo ya estoy preparado para
subir a bordo, y con este pastor alemán, me dijo. Por la radio salía
despellejado un tango. Tomé algunas fotografías y, antes de salir de allí, eché
un último vistazo a los viajeros abatidos, digamos que los di por muertos.
Y al regresar a casa, en lugar de los gatos de mi barrio... encontré
el mar.
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