PRELUDIO DE ROMA


       No, no contaremos aquí experiencias sufridas por uno del Noroeste español en Roma, puesto que aún no hemos llegado a Roma. Casi tres días llevo en el huerto ensoñando mi inmediata estancia en la Ciudad Eterna y estoy como trasvolado, y con el desasosiego de quien no deja de imaginar esa derrota que a veces nos inflige allá arriba el Enemigo Celestial: la aeronave podría cascarse en pleno vuelo y... ¡Adiós, León! ¡Adiós, Roma!.

     Pero he seguido tu consejo, Stendhal: «Lo primero que debe hacer el viajero es sumergirse en la lectura de los libros que traten del destino al que se dirige». ¡Y por qué sendas literarias me he perdido! He comenzado por unas cartas de Chateaubriand y me he detenido ahí donde refiere el francés la extraordinaria belleza de las mujeres romanas, cuyo porte y maneras de andar le recordaban las estatuas antiguas de Juno o Palas cuando se bajaban de sus pedestales y paseaban alrededor de sus templos. ¿Tendré yo la suerte de percibir esas bellezas olímpicas cuando deambule por la Piazza di Spagna? ¡Ay, si pudiera emprender una plática con alguna de esas romanas tan femeninas que maravillaron a Fenimore Cooper, «las más seductoras de la cristiandad», para deleitarme con la manera en que pronuncian esa bonita y elegante palabra, «grazie», pura música!

     El azar me ha transportado después al Grito hacia Roma de Lorca, y en concreto a ese versículo brutal en que el Papa se convierte en «un hombre que se orina en una deslumbrante paloma.» ¿Y si esa imagen alucinante me asaltara a mí al merodear por los alrededores de San Pedro? Pero presiento que de ninguna manera voy a tener la gracia de vislumbrar al Sumo Pontífice.

     Y cuando me halle entre las ruinas majestuosas del Coliseo, ¿sentiré la sombra, la «presencia» de Daisy Miller enfermando de malaria por haberse sentado ahí en la noche para resignarse a morir de amor no correspondido? Más excitante sería, en armonía con la estética de Henry James, encontrar su encanto balanceándose bajo una sombrilla al sol del Pincio.

     Y he cruzado luego por la senda humorística de Mark Twain. Y al igual que este yanqui trotamundos, también yo me he preguntado: ¿Qué habrá en Roma que pueda ver que no hayan visto otros antes? ¿Qué podré tocar que no hayan tocado otros? ¿Qué podré «descubrir»? «Nada. Nada en absoluto», se contestaba el escéptico de Missouri.

      Así que llevaré la Catedral de León en un bolsillo y en otro el Castillo de los Templarios. Y sé que me emocionaré al penetrar en el Cementerio Protestante leyendo versículos de La tumba de Keats de Mestre. ¿Y si alguna belleza, viva o muerta, me preguntase ahí quién es y de qué país nos ha venido usted? Invocaría entonces el espíritu de Pereira y le respondería: «A sus pies, bel-lissima, un caballero laico del Noroeste español».


PRESENCIAS NUMINOSAS



       Es la hora del ocaso y vamos paseando por entre los raíles del ferrocarril de vía estrecha. Nadie espera ya la llegada de los ruiseñores, hace mucho tiempo que por aquí dejaron de pasar los trenes. Hay cadáveres de acordeones clavados en las cruces de las vagonetas. Y todavía entre esas chimeneas difuntas se pueden apreciar las huellas del ángel del carbón. Bienaventurados los hombres que trabajando a destajo en los cielos abiertos vieron alguna vez un ángel. Hubiera sido hermoso ahora... en este apeadero derruido. 


   
                    
Como todos los estados y repúblicas del mundo, tiene esta tierra negra y roja del Noroeste su ángel guardián: un ángel de provincias ferroviario y constitucional, conquistador y proatlántico. Sin embargo hay quienes aún reniegan de su austera historia nobiliaria, como si el reino de León no hubiera sido de este mundo. ¿Y si caminando sobre los raíles se nos apareciera? ¿Iría ataviado de blanco como los ángeles anunciadores de la Resurrección?

Geografía de ortigas y viñas escolásticas, de pájaros hambrientos de pianos de cola y de sirenas, algo más que el día se está muriendo en estos valles. Y huele todavía a bosque calcinado. ¿En qué lugar exacto se oculta, desde qué atalaya nos vigila el Señor de nuestros bosques? ¿Y si fuera verdad que el polvo de todos estos muertos asciende cada noche hasta esas moradas que brillan con luz negra entre los astros?





       He oído un crujido de hojas secas... ¿Quién está acechándome detrás de aquellas ramas? Al otro lado del río se alza el fantasma de una ermita. Guardaban sus aceites y penumbras la imagen de san Roque, patrono de los apestados. Ah, los palacios saqueados de la ortodoxia católica. ¡No, no concedáis más ayudas para la instalación de alarmas en estas ermitas de Dios! ¡Para qué! ¡Como si el ángel de la depredación nunca hubiera disparado su revólver contra nuestro patrimonio religioso! Como si todo esto no fuese más que una sustancia metafísica a punto de traspasar las fronteras de la nada.

Camino por entre estos raíles oxidados como lo haría por el Camino del Sol o por cualquiera de esos otros caminos espirituales del mundo. Una levísima fosforescencia ha saltado ahí en esa curva... Y presiento entonces la revelación, la aparición tangible de una locomotora trepidante arrastrando amaneceres y... Pero ya la noche va esparciendo sus polillas de carbón sobre el paisaje. Me contaron que entre aquellos dos peñascos guardaron las hadas medievales el sepulcro de un rey gótico. Derrama toda su luz la luna sobre las botellas y trapos y otras basuras que ha dejado la muchedumbre que asistió a la romería. Incrédulos del reino entero: ¿a qué tocaban ayer esas campanas?

Hubiera sido hermoso ver al ángel de la revolución descendiendo hacia el río.


PASTORAL EN CRISIS

   

        ¿Y qué traen hoy las brisas desde el mar hasta estos valles leoneses? ¿Ecos de una doctrina redentora? ¿O serán sones de un más grande desaliento colectivo?

        Está saliendo el sol y pasa por el puente sobre el río Luna un rebaño de ovejas. ¿Recordáis aún la sinfonía virgiliana de las esquilas? Ya son muy pocas las ovejas trashumantes que atraviesan estos puentes de milagro. Y escribo “trashumantes” por evocar el leve resplandor de aquellos tiempos... Dicen que hay ovejas que se comen al año dos benditas primaveras, pero son muchas más las ovejas que están balando en los apriscos su estado de crisis asfixiante. Ah, el balido de las ovejas contra la cruel rapacidad de las economías sobrehumanas. Esos balidos como baladros de Merlines presagiando más extensos páramos y eriales. “¡Ay, las ovejas! ¡Un ganado siempre desgraciado”, se quejaba ya Menalcas en la Bucólica tercera de Virgilio. No existían entonces los ministerios ni las consejerías de Agricultura y Ganadería.

       Tal vez si los poetas... Porque apenas si les cantan nuestros poetas de hoy a las ovejas. ¿No son las ovejas, como los gatos, los caballos o los colibríes, animales tan poéticos? Son nuestros bardos transvanguardistas capaces de construir teorías asombrosas sobre la sensibilidad de los pájaros de fuego, sobre la estética trascendental de las serpientes y las mariposas, y sin embargo mantienen separados sus ojos del hondísimo clamor de las ovejas. También estas afligidas ovejas tienen su alma lírica, y su épica. Ovejas góticas, renacentistas, imperiales llegaron a ser un día, ensalzadas luego por los vates de la Ilustración, y aun por los trovadores que defendieron la República. ¿Y su intuición de nuestra cabaña, de nuestra historia nacional? La lamentación de las ovejas como una tupida alegoría de la angustia que nos queda por vivir. Porque hablo de ovejas como si estuviera hablando de hombres. ¡Poetas que fijáis la vista en las constelaciones y os atrevéis a hollar los territorios más salvajes de nuestras indóciles conciencias: contemplad las ovejas!



       Ve uno pasar por el puente esas ovejas fatigadas (¿serán hidalgas, serán merinas?), cansadas de tantas promesas incumplidas, rebaño ardiendo al sol como en un antiguo poema pastoral, y piensa: ¿Será Títiro el pastor que las comanda? ¿O será Melibeo, que no ha podido mantener sus campos y ha de marchar con ellas al exilio? “Id, ovejas mías, ganado en otro tiempo feliz, marchando. Ya no os veré más triscar a lo lejos en las peñas cubiertas de zarzales...”

      Hablo de las ovejas desde las ramas de este abedul. A veces, como al de la Triste Figura, también a mí me parece que son hombres. ¡Estas brisas estivales que vienen desde el mar..!

MAGIAS DE AGOSTO


    Tarde de agosto en el jardín. Se sienta uno tranquilamente a la sombra de un árbol. Los gritos y las voces se han marchado. Se siente la felicidad de la tierra. Incluso se podría decir que el silencio creado es verde como un cordero verde del norte de León.

     Nos sumergimos entonces en la lectura de un cuento que García Márquez soñó hace sesenta años y que nos transporta a un mundo de magia en que el tiempo se trastorna... “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”... Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el último golpe de la herradura en la frente...


     Y de pronto nos asalta el pensamiento de que también nos ha de llegar ese día en que uno perderá para siempre el sentido del tiempo, la memoria... ¡Ah, este cuento! Se ha difundido una vez más la noticia de que García Márquez se ha olvidado por completo de viejos amigos y a veces no recuerda el nombre de las cosas. ¿También Gabo padece el mal del olvido? Una de las raíces de este mal ya se la había explicado a José Arcadio Buendía la guajira que aparece en Cien años de soledad: es el insomnio -decía la india-, "lo más temible de la enfermedad del insomnio no es la imposibilidad de dormir, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido." Pues cuando el enfermo se acostumbra a su estado de vigilia, empiezan a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. “José Arcadio Buendía, muerto de risa, consideró que se trataba de una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas.” ¡Hundirse en la “idiotez sin pasado”!

     Y con esa preocupación, antes de que se convirtiera en angustia, y aun antes de llegar al final del cuento, nos hemos caído en una gustosa somnolencia... Y en ella se nos han ido apareciendo esa pareja de picapinos que busca alocadamente su diaria ración de orugas, un grupo de amigos recitando poemas en el hayedo de Busmayor, ese oso famélico que por el Alto Sil está despedazando a las vacas que por allí pastan, el monte sagrado de los astures coronado de caballos y las catorce iglesias de Babia y Luna a punto de hundirse en la negrísima miseria, un viejo del lugar que estuvo preso en el campo de concentración de Burgos en 1938 y se alimentaba de serrín mojado en agua y cuero reblandecido, el negro Nabo cepillando los caballos en el establo de enfrente, “El brindis de los compadres” de Juan Carlos Mestre colgado en el mejor museo del vino del mundo, el chalé del presidente de España invadido de cigüeñas...


     No sé cuánto tiempo estuve hundido en esa somnolencia dichosa. El sol ya se había puesto. Y oí entonces una voz muy cercana que decía: Todos los sueños con caballos son de buena salud. Miré a un lado y a otro y...