LA CICATRIZ DEL GATO


       El grito, el grito de la Indignación y de la Rabia que estallaba en el epicentro de España, frente a los muros del Parlamento, se oía en todo el mundo.
       Por aquí hacía una tarde de perros, como para refugiarse en un relato policiaco y no salir de él hasta descubrir al verdadero asesino. Así que me metí en el café de la Juventud Desesperada. Ahí la Juventud Desesperada seguía a través de las redes sociales el desarrollo de la manifestación de Madrid. Un gato federalista y antirromántico vigilaba la calle desde el mostrador. 


     Había silencios de amianto y de vez en cuando la Juventud Desesperada cagándose en Dios. Prosa de barrio descorazonado. Y cada blasfemia arrojada, un preludio a la Fenomenología de la Violencia Otoñal.


    ¡No cerrar los ojos, no mirar hacia otro lado! Esa era la consigna que andaba flotando en el ambiente. ¿Qué quieren de nosotros? ¿Quieren machacarnos hasta vernos hechos polvo? Estrépito de botellines de cerveza y vasos a punto de saltar por los aires. Y preguntándose unos a otros si no serían sesenta mil, en lugar de seis mil gargantas, como cantaban las fuentes oficiales.

-¡Estamos hartos!!!


    Afuera seguía lloviendo, y la calle parecía una de esas calles hechas para el paro y el desahucio. Se oyeron entonces ruidos de cascos, por el ventanal pasaron unos veinte jinetes a caballo. ¿Quiénes eran? ¿Adónde irían? El sonido de los cascos de los caballos sobre el asfalto reverberante se nos clavó a todos en el corazón. Parecía que llovía con hambre de astillas, con hambre de hostias.
    Y ahí seguía maldiciendo, renegando de su país, la Juventud Desesperada. De vez en cuando cagándose en la puta madre, por no decir España. Fraseología de barrio abatido. Hasta que afloraron las cargas policiales. 


Y en medio de la refriega la Juventud Desesperada tratando de enhebrar qué significan ‘democracia’, ‘política social’, ‘dignidad’, y otros vocablos de la misma especie tan desbaratados. No podría contar todo lo que oí, tendréis que perdonarme. Pero la confusión de ideas y de ideologías era tremenda.

-¡Ya no hay cojones! ¡Y nos comerán!

    Se sobresaltó el gato, y adoptó de repente una postura marcial. ¿Qué tenía ese gato dibujado en su frente? Volvió un poco la cabeza para mirarme. Y vi entonces la cicatriz. En esa cicatriz seguro que hay un misterio, pensé, tal vez una idea noble y sagrada, tal vez la cólera de los bravos luchadores... Otro día tendrás que contarme la historia de esa cicatriz, le dije.

-No olvides que soy una fiera.


    Me fui del café con la sensación de que se había iniciado el toque de queda. Y cerca ya de casa, un caballo caído en medio de la calle.


AHÍ NOS ENCONTRAREMOS



      Nos ponemos entonces a la sombra de un castaño de Indias. Y ahí vamos desahogándonos, contándonos angustias de septiembre, sudores de barrio menestral. Algo hay de revolucionario en la líquida lentitud con que me habla este hombre nacido en Portugal.
    De acuerdo, el otoño político-social se vislumbra muy encabronado, y es probable que los zorros y los lobos bajen en noviembre hasta las orillas de la ciudad. Saldremos a la calle y nos será difícil aplastar las ampollas de la rabia. Y acaso nos muerdan la nuca cuando menos lo esperemos.

-¡Ahí nos encontraremos!


      Pero los vendimiadores del crepúsculo dicen que las uvas este año pesan menos, y que son más pequeños los racimos. ¡Más grados alcanzará así el vino! Y pienso entonces que con unos tragos de ese fresco tinto joven honraremos una vez más a todos los bardos muertos de nuestra república.
     Le gusta callejear después de medianoche, porque a esas horas la realidad se transfigura. El parque ya no es exactamente una amalgama de árboles y más árboles, es como una detonación mística que sufriera el alma. Y el agua de esa fuente donde beben los adolescentes del mediodía no suena de la misma forma, ni desprende los mismos colores. Es este portugués de cara chupada lo que se dice ‘un amante de las penumbras’, del silencio y las penumbras que reinan de madrugada en una calle desierta, en una plaza vacía, en cualquiera de los rincones más bellos de la ciudad. 


     Así que algunos días no regresa a casa hasta el amanecer, se queda por ahí contemplando desde una veranda las torres del castillo del Temple, el río Sil bajo el puente de los Faraones, la salida de un mercancías de la estación de ferrocarril... Porque de madrugada dice que no se percibe tan negra la realidad. También a esas horas, le recuerdo, sucede que acuden a ciertas oficinas personas desesperadas por si caen unas horas de contrato.

-A la luz del día uno es más vulnerable.


    ¿De qué cuento se ha escapado este hombre? Por su tez colorada como un tomate y las chispas que le salen por los ojos se podría pensar que ha bebido más de la cuenta. Pero lo cierto es que padece del corazón. Y que le cuesta lo suyo caminar en esa silla de ruedas.
    Segrega el barrio espuma de obrero despedido, se extiende por el paseo la noticia de que Santiago Carrillo ha muerto, descanse en paz el adalid del comunismo español, un fenómeno, y fumando como un carretero hasta los noventa y siete años. 
     Pero tiene que llover, sí, ojalá pronto la lluvia con su retahíla de pensamientos más limpios.


-Para que no caigamos en la tentación de creer que esta luz del sol es otro absurdo castigo económico más.

Y LA MANDÉ AL OTRO BARRIO


      Por el barrio dicen que vino de Francia hará más de quince años. Y que lo dejaron bizco en una manifestación de obreros y estudiantes de aquel Mayo del 68. Algunas tardes lo veo merodear por esas callejuelas del desaliento que tiemblan al paso de los trenes. A veces lleva un periódico doblado bajo el brazo, un periódico robado, dicen. Una perra de color canela y una pensión de mala muerte, eso es todo lo que de bueno le quedaba. Porque a la perra este verano “se la robaron”, “la mató él mismo”, “se la mataron”... Anda la gente averiguando. 


     Y que las noches no las pasa en su guarida, y que ni siquiera duerme, porque una mala conciencia que lo azota, que no lo deja en paz, y de ahí que camine tan encorvado por la calle y como sonámbulo, eso piensa el vecindario. ¿Pero de qué delitos se le puede acusar a este pobre viejo?
    No es fácil hurgar en la conciencia de los náufragos del barrio. Así que el otro día, cuando entró en Little Jones, uno de los bares donde suelo rematar la tarde, me acerqué a él y le saludé diciéndole: Lo veo un poco triste desde que anda sin la perra. 

-Se pierde a una perra como se pierde a una mujer. 



        Algunos días ni sale de su casa. A los veinticinco años se marchó a Francia a trabajar en la vendimia. ¿Ves esta mano? Era una mano como una corteza de árbol picoteada de remordimientos, e imaginé que en otros tiempos debió sostener un cuchillo capaz de matar a un hombre. Y por los pelos se libró de que lo lincharan los gabachos, porque se acabó enamorando de la mujer del amo de las viñas... ¡Si hubiera sido un poco más audaz, un poco más imprudente, aquella noche! Y después de su desventurada vendimia en el sur de Francia tuvo la suerte de encontrar otros trabajos, algunos muy sucios, no iba a vivir del aire. Su frente amarillenta y sus pómulos caídos conservan aún profundas cicatrices. Y quién le iba a decir que no volvería al Bierzo hasta que no pasaran treinta años. Fue como un exilio. Y el exilio le fue creando su lengua escabrosa, y esa memoria mordida de perradas. 


     No pude aguantar más y le pregunté entonces por qué clase de trabajo le están pagando todavía su pensión de mala muerte. Y le afloraron los colores de la vergüenza. Sí, es una puta miseria su pensión. 

-¡Y tengo miedo de que me la quiten los cabrones del gobierno! 

     Por el barrio dicen que la desaparición de su perra lo ha dejado trastornado. Antes de despedirnos me arriesgué a recibir una mala contestación. ¿Qué fue de su perra, hombre? Y fue contándome... a regañadientes fue espumeando... hasta que le salieron ladrando dos cadáveres por los ojos:

-Se mata a una perra como se mata a un hombre.




SE VENDE MENOS FRUTA



     Volver al barrio, volver a él con la alegría restaurada, y perderse en la tarde por sus calles y penumbras...
    Huele a mostaza y azúcar requemado y los valientes gorriones siguen anidando en los árboles de la misericordia. Del otro lado de la vía del ferrocarril llegan los aullidos de los tiovivos y las tómbolas, la ciudad está en fiestas y tropiezo entonces con un hombre bien vestido y recién afeitado que sostiene sin rencor el cartel de la indigencia: “Sólo os pido una ayuda”. Parece que lleva un jardín en llamas colgado de su cuello. Y pienso en la cantidad de filosofía política que se necesitaría para extirpar a ese mendigo mientras el sol se abisma en el mar del Pajariel.


    Se asoma a la puerta de su tienda la frutera más sexy del sureste de la ciudad, prende un cigarrillo y sin compasión alguna arroja su pecado contra un corro de ancianos que disputan acaloradamente sobre el número de reses que se matan al día en el matadero comarcal. La voz de la frutera cae como una fresa en sazón:


-¡Esto es una ruina, cielo! ¡Cada vez se vende menos fruta!

      ¿Tendrá algo más que decirme? Y ahí se queda, mirando la nada, fumadora compulsiva, pensando tal vez en la nada. 
      Hay momentos en que no queda más remedio que sacar el revólver de la lengua y disparar. ¿Para qué seguir vagando por ahí, observando el rostro de la gente, haciéndome preguntas sobre sus pobres paraísos artificiales? Me azota el presentimiento de que algún desastre está a punto de caer sobre la irresistible frutera. Así que regreso a la frutería, le compro un cuarto de kilo de fresas y le disparo invitándola a un café.
    Hasta el mes de junio era el Sándalo un café lleno de gritos, nubes y literatura. Ahora estamos solos ella y yo y cuatro nubes como caballitos de mar que se elevan y descienden caprichosamente sobre nuestras cabezas...


      Y hablamos de las uvas de esta tierra que pronto llegarán y a qué precio, y de las virtudes afrodisíacas de las piñas y los melones. De pronto nos echamos a reír de todo eso, acabamos de comernos las fresas y le prometo que al día siguiente le llevaré a la frutería un libro de odas de Neruda, seguro que disfrutarás leyendo sus odas a la ciruela, a la manzana, a la naranja y al limón...


     Y quién sabe, a lo mejor te traen buena suerte y vuelves a vender la fruta que vendías. Y ella, fruta prohibida, me cuenta entonces que en la terraza de su casa le han vuelto a florecer dos plantas de ‘maría’. Es preciosa la flor de la marihuana, y está enorme, y por qué no fumarse de vez en cuando un porro. Pero tiene miedo de que la Guardia Civil irrumpa un día en su casa y...

     Salimos del café y bajo la capa de estrellas el barrio es un inmenso poema social.