PUEBLO


    Llevamos un pueblo dentro, aún no lo hemos perdido. Y aquí estamos, al pie de una de las montañas más bellas del noroeste del mundo.

    No han cantado el amanecer los gallos. Tampoco se han oído las esquilas del ganado. Y en verdad que ha sido desasosegante ese temprano silencio invernal.

    Hemos pasado la mañana viendo pasar los pájaros de la nieve, las aguas del río Luna, los ángeles de la calma fingida... Y gente que sueña con las minas de carbón, gente que comenta en las esquinas “todavía estamos en el mapa”, gente que araña el aire y desprecia los discursos gubernamentales... 

   Hemos paseado la mañana oyendo las blasfemias de los perros, las quejas de los árboles acongojados, el aullido de los demonios de las praderas sin auroras... Y gente que a la puerta de la panadería balbucea la crítica de la economía de la corrupción, gente que hiere las paredes de la iglesia con nombres y números difuntos, gente que a la sombra de los bares habla de paisanos en pena siempre perseguidos... Aquí está, entre otras cosas, la política.

     Llevamos el pueblo dentro y todo el mundo aquí fue pobre y está volviendo al miedo de ser pobre una vez más. Habrá gente que no tendrá dónde caerse muerta.

    Y aunque agria ha sido la luz de esta mañana, hemos ido descubriendo el ánimo de esas mujeres que arrancan con violencia las últimas berzas de sus huertos. Y ese anciano como un farol moribundo que ha cruzado la calle rezongando “¡No nevara de una puta vez!” No sé, hay que bajar a tientas a los sótanos de estos hombres y comprobar el frío que ocultan. Es difícil, amigos, ponerles el nombre exacto a las cosas que en el pueblo están brotando.


    Llevamos un pueblo dentro y le ha rugido la mañana entre las manos. Siempre es igual aquí el invierno. Y aun así será el presente demasiado largo. Huyen como corzas las putas metáforas que podrían revelar con precisión su agonía económica y existencial. ¿Y por esa carretera antaño sombreada de chopos habrá de pasar un día no lejano una explosión de hambre?

    ¡Y para qué contar la soledad de los caballos y el pánico de los mastines! El discurso del rey no ha sido recibido con agrado. Casi todo el pueblo se ha sumido en la desesperanza. Los resignados repiten en voz alta que para ir al infierno no hace falta cambiar de lugar ni de postura. En cambio los más alocados se atreven a hablar de cómo asaltar un banco. Y tanta gente cuyas bocas no osan formular las preguntas más sencillas. Aquí está, entre otras muchas cosas, la política esencial.


    Palidece este pueblo de diciembre. Y se encienden ya las chimeneas y las sombras virgilianas descienden presurosas de las cumbres. Literatura clásica, al fin. Pero se me olvidaba deciros que había otros hombres en el bar que preconizaban y aun deseaban una guerra.

    Y aquí estamos, esperando el fin del año, al pie de una de las montañas más bellas del noroeste del mundo.


OTRO CUENTO DE INVIERNO


     
     Están ahí sentados, en el muro que bordea la bahía. ¡Si tuvieran la suerte de que el premio gordo de la lotería les tocase...! Los amigos de la adolescencia, las borracheras y los conciertos musicales hace tiempo que desaparecieron. El trabajo de taxista en esta ciudad todavía les da para vivir... Pero a ella esos ansiolíticos que le ha prescrito el psiquiatra la dejan toda la tarde como sonámbula. 


     Hay un barco que quiere amarrar, y seguirá intentándolo hasta la medianoche... Y él vuelve a decirle que el invierno será duro. Ella tendrá entonces que dejar de asistir a las clases de baile. Y enciende otro cigarrillo. La felicidad podría quebrarse en cualquier momento. Y el viaje que tenían planeado estas navidades, tres días en París, una noche paseando por los muelles del Sena... Pero ni una sola lágrima habrán de derramar.


       La bruma sigue descendiendo sobre el Pajariel y el oeste de la ciudad desapareciendo... Su pelo azabache, y esa luz que desprenden sus ojos: Quédate así, le ordena él, y le enseña luego la fotografía. Todavía es pronto para lamentarse de lo que han perdido. Y eso que los malos rollos hace tiempo que los han arrojado por la borda. No nos quitarán las ilusiones, piensa ella con tristeza. Y al viejo que les ha comprado un piso en la avenida de la Libertad tendrán que ir a verlo antes de que termine el año, no se encuentra mal en ese asilo para enfermos mentales. 


      La marea está subiendo, pero se oyen lejanos los gritos de una juerga allá en Flores del Sil... Prende él su primer canuto de la tarde, y el humo de la marihuana le trae recuerdos de sus desfases eróticos ahí en la bahía, de cuando ella trabajaba en una gestoría de seguros...

      Se ha hecho tarde ya, y ella le resume a él lo que ha leído esa misma mañana en el periódico: que el jodido invierno será largo para todos nosotros, y que desde el punto de vista astronómico sus cielos estarán dominados por la presencia de Marte y Júpiter tras la puesta de Sol. Lo último que podríamos hacer en este puto mundo, le dispara él, es lamerles el culo a quienes detentan una mierda de poder... ¿Vamos a ir al cine o no?, le pregunta ella. Una fina llovizna comienza a caer. El hobbit puede esperar.



       Camino ya de casa, va ella imaginando cómo follarán en su estrecho dormitorio con vistas a un callejón. A punto está de decirle a él que durante unas horas esa noche todos los pájaros estarán muertos, porque así lo dicta la ley del solsticio de invierno. Y entran en uno de los bares más concurridos del barrio, y ahí vislumbran entonces el hermoso residuo de las experiencias... Tendrán que acostumbrarse a vivir en la casa del invierno.



CALIGRAFÍAS DE LA NIEBLA


     Como auténticos anarquistas de la imaginación hemos saludado el regreso de la niebla. Todavía mantenemos bien alto ese placer septentrional de caminar los puentes y las calles en estado de niebla. Y por eso le damos las gracias a la manera de W. H. Auden, porque ni siquiera el sol más potente del verano es capaz de disipar tanta inmundicia y violencia financieras que nos amenazan.


    La niebla es un cuento erótico de infancia que se vuelve blanco cuando encuentra puro silencio. Porque la niebla habita nuestra memoria desde el descubrimiento de las cenizas y de la pobreza. Nosotros, los pobres de la economía, nunca nos cansaremos de enarbolar la bandera de la niebla, elemento pobre de la meteorología.


    No sé aún cómo calificar esta niebla que se aprieta al corazón de la ciudad para no marcharse, esta mixtura de brumas de mar y vapores de altas cumbres que sustenta el encanto de nuestras repúblicas atlánticas. Le otorga a cada puerto una resonancia de vida diferente, y a cada río y cada valle un grito de rebelde ideología irreductible. ¡Es tan caprichosa la cartografía de la niebla!


    Tiene condensada la belleza en su humedad de diosa vagabunda. Con los materiales de la niebla hemos construido el Camino del Fin del Mundo, y las Vías de la Plata y los castillos, monasterios y bahías, y todos los trenes y estaciones ferroviarias que ahora nos quieren arrancar. Y con materia de niebla han compuesto nuestros grandes poetas y cuentistas las más hermosas piezas de la literatura occidental: los Castrofortes del Baralla de Torrente Ballester, los Ulises y Merlines de Álvaro Cunqueiro, las Ciudades de Poniente de Antonio Pereira, los Libros del Frío de Antonio Gamoneda, las Antífonas del Bierzo de Juan Carlos Mestre, los Puentes de Hierro de César Gavela...
     Se nos filtra la niebla por las rendijas del alma y entonces contamos el tiempo como en las antiguas epopeyas célticas. Y es que esperamos casi todo de la niebla. En medio de la niebla el deseo es ciego, tan ciego como un potro recién nacido. Y se transfiguran los mezquinos paisajes urbanos, ascienden al pedestal de la Mitología las aldeas milenarias, se difuminan las fronteras de todos los nacionalismos históricos...


    Salgo a dar una vuelta por el barrio antes de la medianoche, y como si las viera por primera vez me sorprende el color de las manos de esta niebla. Vislumbro allá lejos las luces de la bahía, y escucho el eco de todos los que callan a esas horas sus cenizas y pobrezas. Nosotros, los pobres de la economía, los que todavía reivindicamos la utopía y la insurrección, nos reconocemos en el fondo de la niebla.




TODOS LOS CUENTOS DE PEREIRA



  Cuentistas, narradores y lectores cómplices de medio mundo vienen celebrando desde el inicio del otoño la publicación de Todos los cuentos de Antonio Pereira. A estas alturas de su muerte y resurrección, todos aclaman al fabulador de Villafranca del Sueño como uno de los mejores cuentistas de la literatura contemporánea occidental.


      Pero me atrevo a afirmar, amigos míos, que entre aquellos que más admiración están manifestando por sus cuentos despuntan los narradores y lectores de las repúblicas del Noroeste Atlántico. En sus círculos mercantiles y ateneos obreros, en sus tabernas, casinos y cafés literarios sabemos que están honrando durante estas últimas semanas la bonhomía y el arte de Pereira leyendo en voz alta, desde la hora del atardecer hasta más allá de la medianoche, algunos de los más de doscientos cuentos que en vida nos dejó escritos. 


    Todavía el penúltimo sábado de noviembre los Inventores de Relatos Post-Artúricos de la República de Camelot solicitaban a su embajador en nuestra República de Almendros el envío de un barco de mil ejemplares de Todos los cuentos, con el fin de que fuesen repartidos y saboreados por esas villas y ciudades legendarias que desde hace más de siete siglos baña el mítico mar Céltico...


   Y hago constar aquí que, en pago del bellísimo tesoro regalado, los Cuentistas Transvanguardistas de la República de Swansea -recién incorporada a la Unión de Repúblicas del Noroeste Atlántico- nos comunicaban ayer que han fletado con destino a la bahía del Pajariel un barco cargado de cuentos compuestos en idioma galés por su compatriota Dylan Thomas.


   Y al gaélico escocés han traducido ya los Bardos de la República de las Brumas Rojas, patria del compositor de La isla del tesoro, más de treinta narraciones de Pereira. Y que es “Stevenson en Sepúlveda” uno de los cuentos que más les ha cautivado: “¡Qué emoción, compañeros, al escuchar que el viajero visionario de Villafranca se hospedara una noche en una habitación dedicada toda ella a Stevenson, con un retrato suyo y un mapa de Samoa y unos grabados de la isla de Upolu y su gente nativa colgados de la pared! Cuenta esa historia el maestro como quien cuenta la mística nieve y la música polar que se derrama sobre nuestras tierras en los amaneceres del invierno.”


    No se cansan los Fiandeiros de la República de Olleir de gozar, al amor de las lumbres nocturnas, del erotismo candoroso pero incendiario de cuentos como “Casa de niñas en Acapulco” o “La espalda de Elisa”. Y aseguran los Fabuladores Cunqueirianos de la República de la Terra Chá que después de escuchar “El toque de obispo” les brinca en el corazón el solcillo radiante de un recuerdo de juventud, y ahí se quedan embelesados hasta que los despierta el pitido del tren de Mondoñedo.


   La República de Erín, la República de la Sidra, la República das Xoubas, la República de Astérix, todas las repúblicas del Noroeste Atlántico esperan recibir como nieve de diciembre los últimos relatos que Antonio Pereira haya escrito después de muerto. Y que estarán de espíritu presente en la presentación de Todos los cuentos que tendrá lugar mañana viernes a las ocho de la tarde en la ciudad del Sil.




LA NOCHE DE CARLOS MAX


     Hace tres noches que llegó a la ciudad. Antes de entrar por la puerta de los Templarios, más de una hora permaneció sentado ahí, al borde de la bahía, gritando:

-¡Mi nombre es Max, Carlos Max!


   Parecía un paria recién salido del Infierno. Lo saludé. Lloró. Arrastraba su maleta como quien arrastra una biografía llena de tormentos y relámpagos. Nos metimos en una cantina del barrio de Flores del Sil adornada con absurdos paisajes rurales. Y pedimos dos copas de coñac. “¡Viva España!”, voceó el loro que hacía guardia en el mostrador. Mesándose los mechones blancos de su cabeza rizada y ciega, arrojó el artista su primer lamento:

-¡Mal Ponferrada recibe a un extranjero!


   Y puso el loro su pico bajo el ala. Salió entonces alborotando el barrio un hombre flaco y abatido: “¡O morirme de miseria, o volverme loco, o suicidarme!” Tosió cavernoso Max, con las barbas estremecidas. “¡Bandidos! ¡Esto no hay dios que lo aguante!”, se quejó una mujeruca amoratada. Pedimos otras copas de coñac y nos sentamos junto a la estufa de butano. Abrió su maleta Max. Una brisa anarquista y golfa salió de sus negros fondos carcomidos. Estaba llena de espejos cóncavos y poemarios arrugados. De la pluma y su inspiración modernista había creído en su juventud que podría vivir. Pero las letras, bien sabía ya él, son colorín, pingajo y hambre. Un desahuciado con su perro y la bragueta desabrochada se nos acercó para pedirnos un cigarrillo. Olió Max su desamparo y dijo con su acento de hiperbólico andaluz:

-¡Hoy me siento pueblo más que nunca!


    Apestaba el ambiente a fritangas. Un décimo de Navidad nos ofreció con disimulo el dueño de la cantina. Y no se lo compramos. Brindamos entonces, alzando las copas, por la vida y por el arte... De pronto, apoyándose en mi hombro, tiritando de alucinación, se levantó y me reclamó el artista:

-Condúceme al teatro, compañero.


     Salimos al fin de la tasca bastante chispas. Y me pareció que íbamos caminando sobre vidrios rotos. Un cielo sin luna lunera se deshacía en aguanieve. Y al pasar por el parque del Temple nos salieron al encuentro dos putas. “¡Estarás ciego, pero tú eres un poeta!”, le dijo la más joven, llevándole la mano izquierda hasta su cintura. Conmovido por las muecas y pintas de ambas ninfas, les regaló Max unas monedas. Proseguimos el peregrinaje. 


     Y cruzando el puente de García Ojeda, con los ojos clavados en el castillo encendido, se introdujo en su esperpento y gritó:

-¡Llévame hasta una de esas torres! ¡Te invito a regenerarte con un vuelo!

   ¡Max, no te pongas estupendo! -le dije- Recuerda que mañana viernes has de representar tu tragedia en el teatro Bergidum. Será tu noche, Carlos, La noche de Max Estrella.


LA MÚSICA DE LAS BICICLETAS


       Viven desde hace tres años en un apartamento del barrio de la Estación, y por la ventana de la salita pueden ver el Sil. Ella es auxiliar de enfermería en una clínica privada, y una fumadora compulsiva desde que sufrió su primer aborto. Él trabaja de camarero en un bar de carretera, y no suele llegar a casa antes de las dos de la mañana. Algunas noches ella le espera leyendo en el sillón del dormitorio: poesía que casi siempre aplaca su ansiedad: un vicio que cogió en la alocada adolescencia. Ha estado lloviendo toda la tarde y, cuando él regrese a casa con una botella de ron y un puñado de setas, ella podría decirle uno de los versos subrayados:

-Noviembre es una trepidación en los cimientos más débiles del sexo.


     Pero no llegará ese momento. Porque él se habrá caído en la cama muerto de cansancio. Y ella abrirá la ventana de la salita y ahí se quedará a escuchar la sirena del último barco que partirá del Pajariel. Hasta que el apartamento se inunde de peces y acordeones y fermente al fin en su boca un paisaje afrodisíaco. Entonces prenderá otro cigarrillo y, tras haber metido en la nevera esas setas tan grotescas que han brotado con las lluvias de noviembre, se sentirá tan aliviada, que tomará la determinación de no dormir.

-Me quedaré encendida toda la noche.


    Se servirá un cubata de ron, fumará un montón de cigarrillos oyendo graznar las gaviotas del alba, vislumbrando La música de las bicicletas que sonará en el teatro Bergidum la noche de este viernes. Y su sistema sentimental se alterará hasta tal punto, que se quedará ahí desnuda saltando como una medusa entre las arenas de la bahía, derramando su sal sobre los muebles y los libros, repitiendo versos que se le han quedado clavados en la garganta, “No me des tregua, no me perdones nunca/ hostígame en la sangre, que cada cosa cruel sea tú que vuelves./ ¡No me dejes dormir, no me des paz!” Y pensando cosas como que la soledad en libertad es un caballito de mar que huye de los acantilados a pleno sol. Se creerá feliz enredada durante un par de horas entre las algas del ensueño. Si él se despertara y la oyese zumbar abeja alrededor de la salita, le diría entonces:

-¡Loca de atar! ¡Estás escandalizando a todo el barrio!


    Pero no se despertará. Y cuando a las siete parta el primer tren de la bahía, ella ya habrá amanecido de pie, con la sensación de haberse desprendido del otoño enfermo que la atormentaba. Y antes de salir de casa para ir a la clínica se habrá asomado al dormitorio para verlo dormir. Y le habrá dejado una nota escrita en la puerta del frigorífico:

            Esta noche llegaré tarde. 
             Concierto en el Bergidum 
               La música de las bicicletas.


BAHÍA DEL PAJARIEL


      Hay lugares de los que no podrán desahuciarnos nunca. Aquí, a pocos pasos de la ciudad de los Templarios, al otro lado del monte Pajariel, las geografías del encanto y de las nieblas han construido uno de los espacios más prodigiosos del Noroeste Atlántico: la bahía del Pajariel.


       La bahía del Pajariel es un territorio como de cuento con arenas vírgenes y aguas cristalinas perpetuamente azules. Y amanece tan real cada mañana, que es imposible encontrarla en las guías de los lugares imaginarios. Pero es preciso observarla con ojos de alma ilusa, pues al hacerlo con otra mirada al instante se desvanecería. Su singular fisonomía ofrece un excelente refugio contra las inclemencias políticas e ideológicas de cualquier tiempo. Desde la bahía del Pajariel no es fácil distinguir los trenes de los barcos. Sin embargo no hace falta que la envuelva la noche para percibir desde su orilla las estrellas.


     El camino que lleva hasta la bahía está sembrado de símbolos, mas no es difícil descifrarlos. Yo transito ese camino casi todos los días. Y la emoción que siento al pasear por sus aristas presumo que es la misma que sienten los navegantes que desembarcan al amanecer en alguno de los puertos más hermosos del mundo. No he hallado aún el adjetivo exacto para describir la luz que al mediodía se desprende de sus aguas, pero puedo aseguraros que alrededor de la bahía esparcen sus quejas y sus cantos unas cuarenta especies de aves, sin contar las gaviotas pardas y las blancas. No se dan en su fondo marino ni los corales ni los caballitos de mar, pero sí algunos invertebrados iridiscentes que parecen esqueletos de duendecillos mitológicos. Y hay tardes en que el mar deja sobre sus arenas restos de poemas metafísicos...


     Es la bahía del Pajariel un lugar por el que se encuentran personajes inquietantes: desahuciados del pensamiento político ortodoxo, nostálgicos de las islas de Cabo Verde, indignados contra la barbarie del capitalismo financiero, ecologistas consternados por la lujuria de los empresarios turísticos, feministas en permanente estado de revolución, estafadores de músicos, vagamundos, locos que se resisten a trocar su salvación económica en esclavitud... Hace unos días me salió al paso uno de estos para declararme que podría ser un dios si le enterrasen bajo la lluvia: le di dos euros y corrió entonces como un demonio hacia las olas.


      Y ocurren también hechos inexplicables. Ayer mismo fui a dar un paseo por la bahía y bajo el brazo llevaba para leer frente al mar algunas páginas de El siglo de Crémer, de Ernesto Escapa. Y cuando regresaba a casa, a eso de las diez de la noche,  advertí que el libro que traía en mi mano era... ¡¡¡El Camino y otros pasos, de César Gavela!!!
      Maravilla de bahía es la del Pajariel, un lugar del que no podrán desahuciarnos nunca. Os seguiré contando.


JUAN GELMAN


         Hablar de un poeta y sus poemarios, qué osadía. Y más si el cantor se llama Juan Gelman, ochenta y dos años, nacido en Buenos Aires, hijo de judíos ucranianos que emigraron allá cuando la revolución bolchevique. Apenas un pibe y ya hundía la mano en su alma y sacaba astros y animalitos que pacían en su temblor.


       "Cuando hacés huelga de desastres caídos/ tu voz está en cuclillas/ y todo el barrio dice que llovés..." Fueron los primeros versos de Juan Gelman que yo escuché, después de una noche tremenda de verano, en Porto Alegre de Brasil. Y cómo sonaban en la boca musgosa de una mujer argentina y comunista. Veinte años ya de aquel espejismo. “Calaverean las distancias de tu periplo mudo/ vos/ la alzada del espejo...” Espumas de mar bravo que nos entraban por el ventanal impidieron que me leyese el poemario entero: Anunciaciones. ¡Qué borrachera de versos! Y los escandía como quien reparte gladiolos por el barrio para ganarse el sueño de su casa.


-Te placerá militar en el Partido Lírico de Juan Gelman-, me decía.

      Y fue contándome pedazos de su enorme biografía. De su militancia en El Pan Duro, grupo de poetas jóvenes comunistas que defendían durante la dictadura del general Aramburu una poesía comprometida y popular. De su encarcelamiento y su adhesión a la organización guerrillera Montoneros, y su coraje izquierdista en aquel su país desaparecido en una gorra militar. Y luego el exilio, y el secuestro y muerte de sus hijos... Una biografía perra.


      Me agarré entonces a su poesía y os juro que el pájaro que se queda ahí enramado no se desampara nunca. Lírica de barrio cocida de sufrimiento y universo, de sintaxis y semántica arrolladoras, desgarradoras hasta decir abismo. Y acaso lo más admirable en su poesía sea -Cortázar dixit- “su casi impensable ternura allí donde más se justificaría el paroxismo del rechazo y la denuncia, su invocación de tantas sombras desde una voz que sosiega y arrulla, una permanente caricia de palabras sobre tumbas ignotas”. Sus poemas rugen torrentes de amor y rabia sin bautizo y arrasan llantos. Son poemas que pasan con un monstruo que no deja dormir. Poemas de atrásalante en su porfía. Y su emperrado corazón que siempre amora.


    Así que será un placer saludar mañana a Juan Gelman, cuando el presidente del Club Leteo de León, el poeta Rafael Saravia, le entregue el prestigioso premio Leteo. Porque nos sentimos como él, esperanzados sin remedio, sabiendo que la utopía, aunque jamás se cumpla, aunque fracase, “deja una renovación y la idea imperiosa de retomarla.”


    Gracias, compañero Gelman, gracias por exaltarnos la nobleza y dignidad humanas en este tiempo de desesperación. Un grandísimo honor, viejo, tenerte entre nosotros.


EL POLVO DE NOVIEMBRE


     En verdad un muerto -como canta en un poema Lêdo Ivo- nunca está enterrado: Vuelve con los vivos de su entierro, dejando en la tumba el polvo de noviembre.



         De otro modo me lo recitaba ayer una florista en la plaza de Abastos:
-Saben más los muertos de los vivos que nosotros de los muertos.
     ¿Y qué flores les gustan a los muertos?
-Crisantemos, claveles, clavelinas, orquídeas, lirios...-, me dijo la florista, soslayando así la delicada frontera que separa a los vivos de los muertos. Parecía estar viajando en un velero cargado de flores por el Sil.
   Se nos van olvidando... Hasta que amanece Noviembre y nos recuerda que están ahí aguardándonos, sentados en el borde de sus tumbas, deseando recomenzar su comunicación con los parientes, tan próximos ellos que las cosas de este mundo parecen solamente sombras del Más Allá.



    ¿Y ya no será posible que vuelvan a ser los camposantos, no lugares lúgubres y tristemente necesarios, sino espacios para la celebración festiva, para la comunión de los vivos y difuntos en banquetes exultantes? ¿Por qué vivir este día bajo el signo de la aflicción? Nos prohibieron los soldados de Cristo hace mucho tiempo aquellos alegres banquetes fúnebres en que se ofrecían libaciones y alimentos preciosos sobre los sepulcros, se encendían cirios, se quemaban plantas aromáticas, y se cantaban canciones de la tierra en compañía de los muertos. Entonces la fiesta de los muertos era la fiesta de la ciudad. 
     El mundo de nuestros antepasados precristianos renacía, se iluminaba en noviembre, con las luces de sus muertos. Ellos eran los que anunciaban en una noche mágica la resurrección de las semillas que nos vivifican.


    Vestigios de aquellos festines paganos son los ‘huesos de muertos o de santos’, esos dulces tan exquisitos que en algunas pastelerías todavía se elaboran y que degustamos estos días con fruición. Pero en los cementerios cristianos ya sólo nos conformamos con dejar sobre las lápidas unas rosas, unos crisantemos... El crisantemo, símbolo que en Oriente era de luz solar, de inmortalidad.
  Nuestros cementerios, dijo un famoso artista del Mediterráneo, son pomposos, abrumadores, soberbios. ¿Estáis de acuerdo con su juicio? ¿Y los cementerios del Noroeste Atlántico? Al contemplar estos últimos comprendemos la queja del bardo portugués: “Ah, esa corrosiva melancolía que los muertos dejan a la puerta de los vivos”.



-Yo sospecho que todos estos cementerios son del estilo del vano arrepentimiento-- me ha soplado al oído el señor Pla.
   ¿Qué pensarán hoy de sus vivos nuestros muertos? Pero volverán con nosotros... dejando en sus tumbas el polvo de noviembre.


NO CORROMPAN LAS HOJAS DE LOS ROBLES



NUESTRO BARRIO. Mi barrio es como el tuyo, ambos cabalgan el mismo otoño, beben los mismos cielos. Y son enormes sus silencios industriales. Pero, por suerte o por desgracia, tu barrio y el mío se criaron a la sombra de una soberbia fábrica de cementos (aquí en La Robla, aquí en Toral de los Vados). No te extrañe entonces que se pasaran toda la noche de ayer aullando. Noventa mil toneladas de residuos --plásticos, neumáticos, por no pronunciar otros venenos-- serán cada año incinerados en sus hornos. Y con el permiso de la Comisión Regional de Prevención Ambiental, quién lo diría. Un golpazo terrible a los pájaros y frutales que todavía iluminan nuestro barrio. ¿Van a retorcerle el pescuezo, como a un perro que no calla, y arrojarlo al barranco de las putrefacciones energéticas? Sería su corazón un blanquísimo crisantemo enfermo. Le costaría a nuestro barrio subir las noches.




UNA PESADILLA. Es la alucinación de una guerrillera ecologista. Esa mujer con el cabello desgreñado está mirando desde el balcón de su casa cómo cae la lluvia sobre el campo, la ciudad, la calle del Valle del Silencio. Y recuerda entonces la pesadilla que ha tenido la noche anterior: la visión de un diluvio de légamos y vísceras industriales que descienden de extrañísimos astros en llamas, un sobrecogedor diluvio regional de masas monstruosas que se transforman antes de tocar la tierra en minúsculos buitres, buitres que van picoteándole los ojos, las mejillas, las orejas... Se zafa de esa enloquecida plaga lanzándose al vacío, y no encuentra otro refugio que la chimenea de aquella gigantesca fábrica de cementos de su infancia, desde cuya cúspide, después de gritar una oración indescifrable, acaba despeñándose...



UN TEXTÍCULO. Se puede vivir sin renegar de nuestro pensamiento agropecuario. ¡No saben ustedes lo que valen estos castaños sociológicos, estos mirlos salvajes! ¡Como si nunca hubieran escuchado la mitología de los peces! ¡No corrompan las hojas de los robles y los álamos! Lo racional no sean las cenizas, sea un valle respirable y no un río intervenido por neumólogos. ¡No nos jodan más de lo que estamos! Preferible el excremento de los estorninos. ¡Cabrían millones de jardines verdes ahí, en esas noventa mil toneladas! Ustedes ya me entienden. No se reconstruye un horizonte pastoral tan fácilmente, así que déjense de "valorizaciones energéticas" y demás chapucerías semiológicas. ¡Nunca reunirnos para sepultar estos musgos y geranios en un poema escatológico! ¡No brillen en estas latitudes otoñales las ruinas de sus ruedas y plásticos inmundos! ¡No nos jodan más de lo que estamos!



ESTAMPAS DE OCTUBRE


La ciudad. Cruza Octubre la ciudad con sus remiendos de juglar enflaquecido. Porta en su mano izquierda el banderín de los desobedientes. Y se sienta en un banco de la plaza de Abastos a fumar un cigarrillo junto a un hombre sin moral después de otra jornada sin trabajo. Ya no llueve como antes. Suena el pitido de una locomotora y vuelan a refugiarse en sus hombros los colores del arco iris. Pasa un perro con las patas empapadas de angustia, y lo acaricia. Todos los octubres se parecen.


Dos personajes. Son personajes reales, no fantásticos. Esa mujer que estaba cerrando la puerta de su mercería y que al pasar junto a ella me hizo un mohín de asco. La recuerdo ahora como una madreselva en ruinas. Tal vez se haya quedado envuelta para siempre en la sábana de la soledad. Y ese adolescente contemplando el Sil en silla de ruedas, sus patos monacales como naves nerudianas del tiempo. Fue ayer, cuando se celebraba el Día Mundial contra el Dolor. A esas horas, tan sórdidas a veces, como decía Antonio Pereira, o se emborracha uno, o se pega un tiro.


Las setas. La asombrosa floración de las setas. ¿Habéis salido ya al bosque a coger setas? Una pandilla de niños, de no más de nueve años, discuten sobre el destino de un racimo de setas recién aparecidas en un jardín público. No les parecen divertidas las formas de esas setas, señor Pla. Ni sus sombras y colores constituyen para ellos un misterio. No triunfa la poesía de la imaginación, sino la fría lucidez del pensamiento postindustrial: orinan sobre ellas, con saña y placer las pisotean, y acaban pulverizándolas.


Una novela. Es la última novela de uno de los nuestros: Ayer no más, de Andrés Trapiello. Todos llevamos tatuada en la sangre la Guerra Civil española, una guerra que no se acabará nunca. La cordura del autor frente a la locura de los lectores fanáticos de uno y otro bando. Estremece el hecho nuclear, el asesinato de un hombre a los ojos de su hijo cometido por un guerrillero falangista. Estuve el otro día en el lugar del hecho imaginario. Y fotografié su abismo. Iba a rezar por todos ellos, por todos nuestros muertos mal enterrados en las fosas comunes y por los que aún sobreviven paseando muy cerca de los camposantos. Comenzó a llover, y entonces me di cuenta de que tan sólo se trataba de una novela.


El vino. Desde las colinas desciende el vino nuevo, como un recuerdo insobornable de la Edad Media. Pronto aparecerá en las tabernas, joven sólo él, el vino que habremos de beber para continuar con dignidad envejeciendo. Y con el vino vendrán rodando las melancolías que dejan huella hasta la primavera próxima. Nada huele mejor estos días que la tierra empapada de su canción crepuscular.


            Y el mar detrás del Pajariel bramando. 


ASÍ ESTÁ EL ALMA DEL PAÍS


     Y no hay manera de que entre: se queda a la puerta del café y ahí se pasa casi toda la tarde, esperando a quién. Con esos ojos enormes de insomnio. Duele la desalma que aflora en su piel. Y el contraotoño que despide espanta hasta esos niños que incendian palmeras. 

-¡Ese tío ha perdido la chaveta!


      A ver quién averigua por qué se ha encenizado su cordura. ¿Y cuántos como este se pasean por el barrio, por tu barrio? Conviene no dramatizar las cosas: hay días que crecen como hongos, y hay días que permanecen  rezando bajo tierra. No, no dramaticemos el fenómeno: tan solo sufren ‘trastornos mentales’. Solo que de vez en cuando alguno salta por la ventana para colgarse del árbol del suicidio.

      Servando prefiere por ahora esperar a la puerta del café. Y por algún recuerdo a veces canta, y su quejumbre es música que construye ausencias como espantapájaros. Pero no lo acorraléis, porque lleva en su boca un diccionario del diablo. Saca su cartera de cuero, cuenta con rabia los cuatro billetes que le quedan y apaga su fuego escupiendo plumas de gallo levantisco.

-Se me subleva el hambre!


     No emplea su lengua en vano. La sombra de su espejo ladra perturbaciones que escarban en lo mismo que anteayer Antonio Gamoneda: “Ahora mismo, ante el dolor español y planetario de una pobreza que comporta hambre y muerte, nuestro lenguaje ha de ser poética y moralmente subversivo. Y nuestra conducta”. Él dice que se pasa muchas noches viendo cómo copulan los sapos y las salamandras, y que su cuerpo babea como un perro. Su maldito delirio, como el de cualquier anatomista, es clasificatorio.

-Los castaños están seminando. ¡Había que prenderles fuego!


    Y que también había que quemar la Ciuden, y la Diputación, y el Parlamento... Sentimental y brutal, como todos nosotros. ¿Oriundo de la Cabrera, o de Cacabelos? ¡Qué más da! Hay que arrimarse a sus huesos y pensar entonces que su utopía carcomida no le impide rumiar el verdor de la placidez. Hasta la locura tiene un método, que dijo Shakespeare, me parece. ¿O fue el detective Marlowe?

Así está también el alma del país.


      Ayer sin embargo me mandó a la mierda. Llevaba atado al hombro el porvenir que amenaza. Y su voz como ofendida por cielos indeseados. Cuesta creer que se ha precipitado en el universo de la demencia. Y que podría morir tras un brote psicótico que le golpease en un hospital psiquiátrico, tal vez después de haber compuesto una barra de dinamita.

    La línea de sombra que nos separa de él es pura literatura. No debería sentirse dichoso el que en su noche cierra con furor los puños y se cree todavía cuerdo.