Como auténticos
anarquistas de la imaginación hemos saludado el regreso de la niebla. Todavía
mantenemos bien alto ese placer septentrional de caminar los puentes y las
calles en estado de niebla. Y por eso le damos las gracias a la manera de W. H.
Auden, porque ni siquiera el sol más potente del verano es capaz de disipar
tanta inmundicia y violencia financieras que nos amenazan.
La niebla es un cuento erótico de infancia que se vuelve
blanco cuando encuentra puro silencio. Porque la niebla habita nuestra memoria
desde el descubrimiento de las cenizas y de la pobreza. Nosotros, los pobres de
la economía, nunca nos cansaremos de enarbolar la bandera de la niebla,
elemento pobre de la meteorología.
No sé aún
cómo calificar esta niebla que se aprieta al corazón de la ciudad para no
marcharse, esta mixtura de brumas de mar y vapores de altas cumbres que
sustenta el encanto de nuestras repúblicas atlánticas. Le otorga a cada puerto una
resonancia de vida diferente, y a cada río y cada valle un grito de rebelde
ideología irreductible. ¡Es tan caprichosa la cartografía de la niebla!
Tiene
condensada la belleza en su humedad de diosa vagabunda. Con los materiales de
la niebla hemos construido el Camino del Fin del Mundo, y las Vías de la Plata y los castillos,
monasterios y bahías, y todos los trenes y estaciones ferroviarias que ahora
nos quieren arrancar. Y con materia de niebla han compuesto nuestros grandes
poetas y cuentistas las más hermosas piezas de la literatura occidental: los
Castrofortes del Baralla de Torrente Ballester, los Ulises y Merlines de Álvaro
Cunqueiro, las Ciudades de Poniente de Antonio Pereira, los Libros del Frío de
Antonio Gamoneda, las Antífonas del Bierzo de Juan Carlos Mestre, los Puentes
de Hierro de César Gavela...
Se nos
filtra la niebla por las rendijas del alma y entonces contamos el tiempo como
en las antiguas epopeyas célticas. Y es que esperamos casi todo de la niebla. En
medio de la niebla el deseo es ciego, tan ciego como un potro recién nacido. Y
se transfiguran los mezquinos paisajes urbanos, ascienden al pedestal de la Mitología las aldeas
milenarias, se difuminan las fronteras de todos los nacionalismos históricos...
Salgo a dar
una vuelta por el barrio antes de la medianoche, y como si las viera por primera
vez me sorprende el color de las manos de esta niebla. Vislumbro allá lejos las
luces de la bahía, y escucho el eco de todos los que callan a esas horas sus
cenizas y pobrezas. Nosotros, los pobres de la economía, los que todavía
reivindicamos la utopía y la insurrección, nos reconocemos en el fondo de la
niebla.
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