En verdad un muerto -como canta en un poema Lêdo
Ivo- nunca está enterrado: Vuelve con los vivos de su entierro, dejando en la
tumba el polvo de noviembre.
De otro modo me lo recitaba ayer una florista en la plaza de Abastos:
-Saben más los muertos de los vivos que nosotros de los muertos.
¿Y qué flores les gustan a los muertos?
-Crisantemos, claveles, clavelinas, orquídeas, lirios...-, me dijo la florista, soslayando así la delicada frontera que separa a los vivos de los muertos. Parecía estar viajando en un velero cargado de flores por el Sil.
Se nos van olvidando... Hasta que amanece Noviembre y nos recuerda que están ahí aguardándonos, sentados en el borde de sus tumbas, deseando recomenzar su comunicación con los parientes, tan próximos ellos que las cosas de este mundo parecen solamente sombras del Más Allá.
Se nos van olvidando... Hasta que amanece Noviembre y nos recuerda que están ahí aguardándonos, sentados en el borde de sus tumbas, deseando recomenzar su comunicación con los parientes, tan próximos ellos que las cosas de este mundo parecen solamente sombras del Más Allá.
¿Y ya no
será posible que vuelvan a ser los camposantos, no lugares lúgubres y
tristemente necesarios, sino espacios para la celebración festiva, para la
comunión de los vivos y difuntos en banquetes exultantes? ¿Por qué vivir este
día bajo el signo de la aflicción? Nos prohibieron los soldados de Cristo hace
mucho tiempo aquellos alegres banquetes fúnebres en que se ofrecían libaciones
y alimentos preciosos sobre los sepulcros, se encendían cirios, se quemaban
plantas aromáticas, y se cantaban canciones de la tierra en compañía de los
muertos. Entonces la fiesta de los muertos era la fiesta de la ciudad.
El mundo de
nuestros antepasados precristianos renacía, se iluminaba en noviembre, con las
luces de sus muertos. Ellos eran los que anunciaban en una noche mágica la
resurrección de las semillas que nos vivifican.
Vestigios de aquellos festines paganos son los ‘huesos de muertos o de santos’, esos dulces tan exquisitos que en algunas pastelerías todavía se elaboran y que degustamos estos días con fruición. Pero en los cementerios cristianos ya sólo nos conformamos con dejar sobre las lápidas unas rosas, unos crisantemos... El crisantemo, símbolo que en Oriente era de luz solar, de inmortalidad.
Nuestros
cementerios, dijo un famoso artista del Mediterráneo, son pomposos,
abrumadores, soberbios. ¿Estáis de acuerdo con su juicio? ¿Y los cementerios
del Noroeste Atlántico? Al contemplar estos últimos comprendemos la queja del
bardo portugués: “Ah, esa corrosiva melancolía que los muertos dejan a la
puerta de los vivos”.
-Yo sospecho que todos estos cementerios son del estilo del
vano arrepentimiento-- me ha soplado al oído el señor Pla.
¿Qué pensarán hoy de sus vivos nuestros muertos? Pero volverán
con nosotros... dejando en sus tumbas el polvo de noviembre.
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