La ciudad. Cruza Octubre la ciudad con sus remiendos de
juglar enflaquecido. Porta en su mano izquierda el banderín de los
desobedientes. Y se sienta en un banco de la plaza de Abastos a fumar un
cigarrillo junto a un hombre sin moral después de otra jornada sin trabajo. Ya
no llueve como antes. Suena el pitido de una locomotora y vuelan a refugiarse
en sus hombros los colores del arco iris. Pasa un perro con las patas empapadas
de angustia, y lo acaricia. Todos los octubres se parecen.
Dos personajes. Son personajes reales, no fantásticos. Esa
mujer que estaba cerrando la puerta de su mercería y que al pasar junto a ella
me hizo un mohín de asco. La recuerdo ahora como una madreselva en ruinas. Tal
vez se haya quedado envuelta para siempre en la sábana de la soledad. Y ese
adolescente contemplando el Sil en silla de ruedas, sus patos monacales como
naves nerudianas del tiempo. Fue ayer, cuando se celebraba el Día Mundial
contra el Dolor. A esas horas, tan sórdidas a veces, como decía Antonio
Pereira, o se emborracha uno, o se pega un tiro.
Las setas. La asombrosa floración de las setas. ¿Habéis
salido ya al bosque a coger setas? Una pandilla de niños, de no más de nueve
años, discuten sobre el destino de un racimo de setas recién aparecidas en un
jardín público. No les parecen divertidas las formas de esas setas, señor Pla.
Ni sus sombras y colores constituyen para ellos un misterio. No triunfa la
poesía de la imaginación, sino la fría lucidez del pensamiento postindustrial:
orinan sobre ellas, con saña y placer las pisotean, y acaban pulverizándolas.
Una novela. Es la última novela de uno de los nuestros: Ayer
no más, de Andrés Trapiello. Todos llevamos tatuada en la sangre la Guerra Civil española, una guerra que no se acabará nunca. La cordura del autor frente a la
locura de los lectores fanáticos de uno y otro bando. Estremece el hecho
nuclear, el asesinato de un hombre a los ojos de su hijo cometido por un
guerrillero falangista. Estuve el otro día en el lugar del hecho imaginario. Y
fotografié su abismo. Iba a rezar por todos ellos, por todos nuestros muertos mal
enterrados en las fosas comunes y por los que aún sobreviven paseando muy cerca
de los camposantos. Comenzó a llover, y entonces me di cuenta de que tan sólo
se trataba de una novela.
El vino. Desde las colinas desciende el vino nuevo, como
un recuerdo insobornable de la Edad Media. Pronto aparecerá en las tabernas, joven sólo él,
el vino que habremos de beber para continuar con dignidad envejeciendo. Y con
el vino vendrán rodando las melancolías que dejan huella hasta la primavera
próxima. Nada huele mejor estos días que la tierra empapada de su canción
crepuscular.
Y el mar
detrás del Pajariel bramando.
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