PARADOS EN LA BAHÍA


     Hay tardes en que la bahía del Pajariel se llena de parados. El martes me puse a contarlos: eran sesenta y tres hombres y treinta y nueve mujeres, y parecían todos tan simpáticos, tan saludables, que solo alguien muy alemán hubiera podido distinguir los felices de los desgraciados. Me miraban, me abordaron, me invitaron a dar con ellos un paseo...


      Al principio casi todos íbamos cogidos del brazo, y como bailando al son de una música absurda y pastoral. Y bebíamos y nos reíamos de las sombras que nuestros cuerpos derramaban. Algunos le sacaban de vez en cuando la lengua al mar, sólo así decían que se sentían completamente indemnizados. Otros en cambio se quedaban mirándole con complacencia al horizonte: Mi barco zarpará mañana y ya no volveré jamás. ¿Hacia qué paraíso, hacia qué infierno zarpará tu barco, compañero?


       Sus rostros, sus actitudes... Y también los trapos sucios de su vida pasada. A quien no le temblaban las manos le rechinaban los dientes cuando salían a relucir sus hijos, ah nuestros hijos, y entonces arrojaban piedras contra el agua. Yo trabajaba en la carnicería de un supermercado de Flores del Sil. Y yo en un bar de mala muerte del barrio de los Judíos. Y yo de limpiadora en un burdel de la autovía...

       Paseábamos como huérfanos hacia las batallas venideras. Y había unas cuantas barcas amarradas en el andén. Y dos parejas de enamorados se creyeron de repente muy felices, y soltaron amarras y se pusieron a remar con tanta energía... ¡Oh alegres marineros que jamás habéis tenido miedo del Atlántico! Y continuamos nuestro paseo bajo el cielo lírico y brutal.


       Y en el banco de la desolación se fueron sentando los más viejos. ¿Cuál será la raíz de nuestra enfermedad?, se preguntaban como locos que hubieran malgastado su existencia. Y los más jóvenes tales blasfemias proferían, que huían espantadas las gaviotas. ¿Qué se puede hacer para que reviente de una puta vez este podrido sistema? Y también hablaban de una guerra próxima mientras la ciudad ahí a nuestras espaldas recuperaba su aspecto fantasmagórico, crepuscular...

     Y algunos que ya habían bebido demasiado prendieron fuego a unas cajas de verduras, y al resplandor de la hoguera me quedé largo rato contemplando las caras agónicas... ¡Como si todos estuviésemos sobreviviendo en el exilio!, pensé. ¿Tendré que confesar que uno de ellos se transformó en una siniestra ave rapaz que me lanzó una última mirada vengadora?


   Había caído ya la noche, pero allí se quedaron unos cuantos, esperando un barco que los llevara mar adentro.


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