Escribo hoy
frente a un castillo en ruinas a punto de desplomarse. ¿Existe aún una justicia
arqueológica? Soy un hombre con la cabeza llena de castillos: quiero decir que
desde la infancia uno de los cajones secretos de mi subconsciente está lleno de
castillos en ruinas. Los castillos en ruinas me pertenecen, son tan románticos
como la sangre, son los alucinógenos medievales que nutren aún mi ideología ‘resistencialista’...
¡Sus siluetas recortándose contra el cielo! ¿Habéis experimentado el vértigo
del mundo sobre sus piedras más altas? ¿Cómo puede haber hombres que se paseen indiferentes
ante sus ruinas fundamentales?
El castillo
de Alba: tardes a la orilla de su leyenda, cuando nos defendíamos de las
huestes musulmanas con escudos y espadas de madera bajo los estandartes del rey
Alfonso III el Magno... El castillo de Sarracín: tardes galaicas al ‘sol-y-sombra’
de su parapeto antropomórfico, cuando nos columpiábamos en la cuerda del
erotismo aerodinámico y las amapolas líquidas trepaban entonces por las
vértebras de la fascinación primaveral... El castillo de Benar: tardes al
resplandor de su lunática torre del homenaje, cuando nos zambullíamos en las
aguas encantadas del Omaña y palpábamos las truchas que reclamaban el oro de la
misericordia...
¿Cómo pueden existir hombres tan perversos como para
permitir que la esencia de nuestra historia se disuelva entre los escombros de la
nada? Esos hombres con un invierno escatológico en sus entrañas desconocen la
prodigiosa escenografía de la resurrección.
Caía el sol
y os marchabais... Y yo me quedaba allí, frente al castillo, fantaseando con
sus ruinas, vigilándolas, apuntalándolas con los barrotes de mi imaginación. Una
vez se apareció una yegua dando a luz una hogaza de pan. Y hasta que se hizo de
noche estuvo saltando de una torre a otra. Y otra vez surgieron de entre los
huesos dos infantes geopolíticos blandiendo un arcoíris de doce colores. “No
matéis el sueño de los niños”, decían. Caía el sol y yo me quedaba allí, frente
al castillo, apuntalando sus ruinas, vigilándolas... Porque al otro lado del
río y entre los alisos estaban espiando algunos hombres con cabeza de puerro
crepuscular, hombres necrofílicos que maquinaban ya el derrumbamiento de todos los
castillos. ¿Existe todavía una justicia arqueológica?
Escribo hoy
frente al castillo de mi historia a punto de desmoronarse. Y a esos hombres que
parecen ignorar la significación psicológica e ideológica de semejante fenómeno
les exijo: No matéis la filosofía iluminada por la luz poniente de nuestros
castillos en ruinas. No exterminéis su fantasía atlántica.
No solo se desmorona un castillo, se desmorona su historia, sus gentes, el pasado de cada piedra... en cambio, si hay dinero para banqueros y políticos corruptos que pasarán a la historia, pero no precisamente por desmoronarse, una pena querido José L.
ResponderEliminarUna pena,Felipe, pero a ver si podemos seguir gozando de nuestros castillos en ruinas. Salud.
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