Ella
trabajaba en un supermercado del oeste de la ciudad. Ahora suele matar las
tardes en uno de esos cafés que dan vida a la avenida de América. “Hacer
crucigramas es mi hobby favorito desde la adolescencia”. Así que gracias a los
crucigramas conoce la geografía y la historia de más de medio mundo. Y que le
gustaría visitar las ciudades más famosas de la India. En el fondo lo
que quiere es volar, perder esos zapatos que la atan a una condición de cielo
amortajado.
Era la
tercera vez que hablábamos. Nos conocimos en ese mismo café, ella venía
entonces de comprar en la plaza de Abastos la carne y la fruta para toda la
semana. Y un petirrojo que no paraba de piar. Era su regalo de cumpleaños. El
apartamento se le había quedado grande. “No me gustan ni los perros ni los
gatos.” Y un petirrojo mejor que una tortuga o una cobaya, claro que sí.
Ha aceptado
su destino de hablar a solas frente al espejo de la noche. Y que para coger el
sueño tenga que agarrarse a los somníferos. Le dije entonces que en esta ciudad
hay que inventarse playas, islas, bahías... en todas las ciudades.
Eso o la
profanación del cemento y la prosa administrativa. “Yo de vez en cuando me doy
un paseo por la orilla del río.” Y me pareció que deseaba alargar la
conversación. ¿Pero qué podíamos seguir contándonos?
Debió de
ser el pitido de un tren lo que me llevó a hablar de los Reyes Magos. O tal vez
que ambos posáramos al mismo tiempo los ojos sobre el abeto iluminado en una
esquina del café...
Así que Melchor era señor del Irán, un viejo verde que procedía
de un río sagrado cuyas aguas devolvían la juventud. Y que traficaba con perlas
de Ormuz, y con alfombras de los bazares de Chiraz y ciertas sustancias
psicotrópicas... Gaspar los tenía negros, los ojos, y en figura de almendra. Y
venía del valle del Éufrates, e iba contando por el camino cuentos de Las mil
y una noches que había aprendido en los bajos fondos de Bagdad. Y que se había
hecho de oro en el negocio de la construcción de Nínive y Babilonia...
Baltasar, aunque procedía de Etiopía, tenía los ojos muy blancos, como los
dientes, y olía a perfumes de prostíbulo libanés. Y en uno de sus palacios, el que
se alzaba junto a las aguas del Nilo, tenía un harén descomunal. Y era muy rico
porque se había incautado de los tesoros de las reinas de Saba y de Palmira...
Ahora sé
que no debería haberle contado todo eso. Mi fantasía desbordándose para alegrarle,
para alegrarnos la tarde y... De repente se levantó de la silla, pagó las
consumiciones y se largó del café sin despedirse. Y ahí me quedé con mi
perplejidad y algo parecido a la pena durante un buen rato.
Hasta que me asaltó
el recuerdo de que a los siete años el rey Melchor me había traído del Oriente
un tren eléctrico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario