Habéis de
saber, incrédulos del Noroeste entero, que la templaria ciudad de Ponferrada se
ha hecho al fin famosísima en todos los mundos posibles, virtuales y reales que
actualmente coexisten en la
Tierra. Desde el céltico santuario de San Andrés de Teixido
hasta el confín sudoccidental del continente Australiano se la conoce ya como
la Soleada Ciudad
de las Bicicletas.
¡Viva el sol que nos deslumbra! ¡Viva el sol que cada jornada
de ciclismo nos ofusca el entendimiento! ¡Y que el movimiento que nos dictan las
bicicletas no se confunda entonces con el relámpago social que ruge en los
suburbios!
Se cuentan maravillas, en los cuatro puntos cardinales del planeta se ha oído decir que por la Soleada Ciudad de
las Bicicletas pasa un río muy rico, si no en cangrejos de pata blanca y truchas,
sí en sardinas comunes, sardinas como arenques del color de las anchoas y más
sabrosas aún que los salmones chilenos del Toltén... ¡Pasa el mítico río Sil, amantes de los velocípedos! Un río que fue del oro prerromano y otros metales no
tan nobles, y aún pueden los adolescentes bañarse en cada una de sus cinco
piscinas naturales... ¡Es el Sil, y no el Shil! ¡Que este es otro river, el
helvético Shil, más manso y más trivial, y cuyas aguas amenizan los sombríos puentes
de la Zurich de
Suiza!
Bárbaras
noticias sobre la
Soleada Ciudad de las Bicicletas se están difundiendo estos
días por las radios y televisiones de todo el mundo. Se han visto corzos,
jabalíes y osos pardos cruzar sus bulevares más modernos después de medianoche.
Se guardan en los sótanos de su medieval castillo del Temple el Arca de la Alianza de los judíos y el
Santo Grial de los caballeros del rey Artús. Es ciudad carbonífera y
ferroviaria que vive entre nieblas desde los primeros días del mes de noviembre
hasta después del Carnaval. Y cada vez que las torres de la fortaleza del
Temple se hunden en las brumas que suben del Sil, se retrasan entonces todos los
trenes de vía ancha que vienen del Oeste Galaico, se abaratan los precios de
los paños, metales y chirimbolos que venden los gitanos en la plaza de Abastos,
se quedan varadas en las arenas de la
Bahía del Pajariel extrañas estrellas de mar...
Desde el Barrio
Rojo de Amsterdam hasta el Ateneo Republicano de Palafrugell, desde la última
playa de Letonia hasta el Gran Kursaal de Budapest y más allá... ¡No hay rincón, prostíbulo
o catedral del orbe civilizado en que no se hable hoy de los fenómenos y
maravillas de la Soleada Ciudad
de las Bicicletas! ¡Y había que contarlo aquí para escarmiento de los
incrédulos y maliciosos del Noroeste Atlántico!
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