LA HUELLA DE PEREIRA


      En el Olimpo del Noroeste Atlántico celebrarán hoy el cuarto aniversario de la muerte y ascensión de Antonio Pereira. Cada 25 de abril le debemos al maestro una postal, y allá que se la enviamos por el cartero de su pequeño tren de vía secundaria... ¡Los cuentos y poemas que le crecían entre su prodigio y este mundo desquiciado!


     Sus poemas más brillantes seguro que harán hoy en aquella su morada luminosa un canto monumental “que ningún viento volverá pedazos”. Y por delante de su terraza pasará cuanto soñó que pasaría cuando tenía una casa junto al mar: “las mujeres más altas de soñar en los insomnios”, barcos cruzando la bahía cargados de pañuelos, caballitos de tierra y mar trotando por la arena...

      Ya veis que voy urdiendo esta columna con las voces de sus versos. Creo que mi deber en este día es difundir una vez más la memoria de sus poemas/meteoros. Recordar por ejemplo sus Prescripciones del vino: que sólo hay un vino que deba pagarse, “el del anochecer y nuevo y rojo”, ese vino que la mujer ha de desangrar de segunda boca “en el hervor del corazón amante”. Y porque “beber con todos es beber con uno, beber a solas comulgar la tierra”.


     O reescribir su Reclamación del mar, reproclamando así su derecho de poeta de tierra adentro “al delgado confín donde la tierra cede”, porque el mar no es sólo de los litorales, “porque si todo fuese mar ya mar no habría...” Y lo difícil que es cantar la primavera, los frutales del amor, estos malheridos frutales del Bierzo de la helada tardía que continuarán a pesar de todo reviviendo.

     Y cómo no repetir esa su Oración en que agradece al Señor no haberle hecho cirujano ni conductor del autobús escolar, y le pide entonces que se quede un ratito y le aguante todas las cosas ordinarias que le preocupan “mientras voy a un recado y cualquier día no vuelvo”.


     Andará hoy enarbolando fuegos como pudores, como si hubiese renacido frente al Burbia del Otro Barrio, príncipe de la Cábila celestial, con los brazos abiertos al Poniente de Dios. Tendrá su momento glorioso, tal vez a las ocho de la tarde, para cantarles a todos su Poética, para hacerles saber que “es un crimen de lesa poesía exprimirle a la almendra del verbo su licor y entregarlo a los indiferentes”. 


    Habrá que imaginar la cara de ciruelos que pondrán los vates de ultratumba cuando escuchen al maestro declamar: “Retén el aire en el pulmón florido hasta la hora en que tu canto sea disculpado por la necesidad, no vayas a jurar el verso en vano”. ¡Y el aplauso del Dios-Verso será tan grande como una bahía!

     La huella de su poesía... ¡Sea para nosotros un pedacito de sindolor, una tregua de consolación!



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