Dos ancianos que caminaban por las calles de Ponferrada sin rumbo fijo a altas horas de la madrugada del sábado, dos viejos desorientados deambulando por ahí, fueron felizmente sorprendidos por agentes de la Policía Local y conducidos a sus respectivas moradas.
Esa noticia difundía este diario y me pregunto ahora si no sería la misma pareja que encontré ese mismo día caminando por la parte sur de la ciudad un poco antes de la medianoche, cuando la niebla derramaba sus más ardientes agujas y los cipreses comenzaban a traspasar los límites aéreos. Olía a yodo y limón, las ciudades son un olor, y una ciudad sin olor no cuenta a la hora de los recuerdos, decía Mahmud Darwix.
Esa noticia difundía este diario y me pregunto ahora si no sería la misma pareja que encontré ese mismo día caminando por la parte sur de la ciudad un poco antes de la medianoche, cuando la niebla derramaba sus más ardientes agujas y los cipreses comenzaban a traspasar los límites aéreos. Olía a yodo y limón, las ciudades son un olor, y una ciudad sin olor no cuenta a la hora de los recuerdos, decía Mahmud Darwix.
Y caminaban como si hubiesen vislumbrado una puesta de sol a la que llegar antes de que se hundiera en el abismo, hombro contra hombro, tambaleándose de vez en cuando... ¡Si los hubierais visto! Yo sé que no le tenéis miedo a la vejez y que también os hubierais atrevido a seguir durante un tiempo su desconcertante itinerario. ¿Qué viejas historias estaban bullendo en su imaginación? ¿Qué princesas raptadas en el país de su juventud?
Era su invierno y estaban amándolo, acaso desprendidos para siempre de toda mitología judeocristiana. Era su invierno y estaban construyendo el poema de su exilio personal bajo la luz algodón de un mundo que les había desahuciado hacía mucho tiempo. Caminar sin rumbo a esos años debe de ser la libertad absoluta, y ellos lo hacían como si ya no les importara su salvación.
Me acerqué un poco más buscando oír algún sinónimo de su alma o metáfora que los grabase para siempre en mi agenda mental. Y durante un buen rato siguieron paseando sin dirigirse la palabra. ¡Qué hermosa debe de ser la amistad envejeciendo juntos en un geriátrico o manicomio de callejuelas infinitas, sin compasiones, sin lástimas!
Y se acercaron hasta ese lugar donde se congregan aquí algunas noches los endemoniados. Son antiestéticos, los ancianos, dicen los agentes de la publicidad. Y hay asesinos de viejos que se consideran buenas personas porque les ayudan a morir, a que no sufran más, suministrándoles sus medicamentos en vasos de agua que es lejía.
No estaban ebrios, no, pero a veces se reían como quien ha bebido ya lo suficiente para saber que el infierno es un lugar solitario. Podrían haber salido del poema y pegarse un tiro en la boca. Pero no lo hicieron. Y se sentaron en el banco de la desolación. A esperar, supongo, a disfrutar de su libertad como de una fantasía submarina, huéspedes de una geografía tan resplandeciente como la estrella polar. Por eso no me volví a mirarlos mientras me alejaba.
Esa noche debió ser para ellos como un día de sol.
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