Sí, hay tardes en las que dejo sobre la mesa de trabajo los libros, los senderos que otros han iluminado, y salgo a buscar algo por ahí, no sé, una emoción, un paisaje presentido, una historia, el mar Cantábrico...
Pero ayer, cuando iba caminando por esas callejuelas que desembocan en la plaza del Mercado, a esa hora en que llueven medusas sobre la ciudad, un hombre de unos cincuenta años me pidió un cigarrillo y le pasé dos, y me dijo: “Ando buscando curro, y con su permiso ahora voy a ponerme a fumar al sol”. Como en el poema del Maldito Perdedor. Pero no sentí piedad de él. Vestía y gesticulaba como un albañil recién caído de un andamio. No se alejaba de mí. Intuí que deseaba hablar conmigo. Le habían echado de la casa donde vivía de alquiler, llevaba cinco meses sin cobrar...
Y terminamos hablando de la muerte. Fumábamos y me pareció que el sol sólo se posaba sobre nuestras cabezas y hacía mucho frío. Le dije: “También yo le tenía mucho miedo a la muerte. El mundo se me venía encima cada vez que alguien me hablaba de un infarto...” Nos miramos cara a cara y su mirar era descarnadamente enfermizo a la luz del sol. Y como un relámpago me traspasó el presentimiento de que estaba pasando su último día aquí en la tierra. “Algunos de mis amigos ya han muerto”, le dije. “Pues a mí la suerte me ha tratado mejor de lo que me había figurado”, me dijo. Agitó entonces las piernas y se sopló los nudillos de los dedos y nos metimos en un bar.
Y terminamos hablando de la muerte. Fumábamos y me pareció que el sol sólo se posaba sobre nuestras cabezas y hacía mucho frío. Le dije: “También yo le tenía mucho miedo a la muerte. El mundo se me venía encima cada vez que alguien me hablaba de un infarto...” Nos miramos cara a cara y su mirar era descarnadamente enfermizo a la luz del sol. Y como un relámpago me traspasó el presentimiento de que estaba pasando su último día aquí en la tierra. “Algunos de mis amigos ya han muerto”, le dije. “Pues a mí la suerte me ha tratado mejor de lo que me había figurado”, me dijo. Agitó entonces las piernas y se sopló los nudillos de los dedos y nos metimos en un bar.
Bebíamos el café como si el Tiempo estuviera golpeándonos el alma. “Tenemos una buena edad para seguir vivos en este puto mundo”, dijo con alegría. “Yo estoy a punto de cumplir cincuenta y cuatro”, le dije. De vez en cuando me daba unas palmaditas en la espalda. Y de nuevo caí en la tentación de pensar que Dios se lo llevaría en la noche próxima al infierno. ¿Por qué estaba yo ‘padeciendo’ tal temor? Y de golpe me asaltó ese poema de Eugenio de Andrade que comienza “No sé por qué diablos has escogido/ enero para morir: la tierra/ está tan fría...” ¿Y si esa misma noche me llevase a mí con él? Oxidado de literatura tenebrosa estaba. Así que salimos del bar y otra vez nos pusimos a fumar al sol y antes de despedirnos para siempre me dijo: “Odio a esa gente que se cree que no se va a morir nunca.”
Sí, aquí está nuestro jardín cultivado, las flores del trabajo y del amor, los frutos de la amistad y de los sueños... Y sin embargo son muy pocos los momentos en que uno exclama: “¡Qué feliz me siento en esta ciudad!” ¡Porque seguimos vivos en esta calle de la Suerte!
Sí, aquí está nuestro jardín cultivado, las flores del trabajo y del amor, los frutos de la amistad y de los sueños... Y sin embargo son muy pocos los momentos en que uno exclama: “¡Qué feliz me siento en esta ciudad!” ¡Porque seguimos vivos en esta calle de la Suerte!
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