UN VIAJE DE INVIERNO


    En la sala de espera de su tren ella no le dirá que el invierno se parece a su país. Cruzarán la noche española sin echar un solo sueño. Al principio los tratarán seguramente como a emigrantes del más profundo sur. Y de tarde en tarde se abrazarán al alegre despertar de pájaros en las fiebres de su aldea atlántica. Nadie les ha enseñado a sobrevivir en los arrabales del exilio.


     La última imagen que se les ha grabado en su nostalgia es un teatro de León en ruinas, un hermoso teatro que no hace mucho tiempo escribía versos a la ciudad y entonces era aún más esbelta la catedral y la plaza de San Marcelo con más sol y qué cultas todas las tascas del barrio Húmedo y su algarabía mozárabe...

     En la sala de espera de su tren recuerda ella el bosque que tenían, un bosque del Noroeste del que salían olores a gaitas requemadas, el bosque que sostiene los muros de nuestra indestructible mitología celta. ¡No haya noche negra nunca en sus árboles, no quemen sus alimentos los bárbaros de la Desalmación! Los lobos, los corzos, los urogallos, los jabalíes, empiezan la subsistencia con su invierno. Y las deidades que lo habitan purificarán desde la noche del solsticio el aire de su madera y todos los manantiales de la resurrección.


     ¿De qué más no se olvidan en la sala de espera de su tren? Algo le está creciendo a ese juglar callejero entre la boca y las cuerdas de su música. No se ve el dolor que sale de su animal. Al borde del andén ahuyenta con su violín las soledades de otro invierno más que viene amenazándonos. Pasan los viajeros como bestias frente a él. Y aun así oyen entonces ecos del pasado que los devoró. ¿De qué literatura está hecha la materia que desalojan sus canciones? Si no tocase su instrumento, la superestructura cultural de la estación y del barrio entero desaparecería.

    La nieve de su invierno arde. No se olvida ella de aquel pobre vagabundo que pasaba pidiendo la limosna del Año Nuevo por los pueblos nevados de la Cabrera, el mismo peregrino que pasará por los pueblos y villorrios de la Maragatería y la Omaña y el Páramo y la Montaña de Luna... En la mano que aún le tiembla hay el poema de que se parta el mundo en siete mil millones de pedazos que den para comer. ¿Dará alaridos por montes y por valles si no le dan el pan que necesita?


     En la sala de espera de su tren aparecerá gritando el loco de la estación y les preguntará por qué siguen bajando el precio del barril de petróleo los hijoputas del Oriente. Y entonces se subirán al tren de las Emigraciones y a nadie más dirán adiós. Cruzarán la noche española sin echar un solo sueño. Al principio los tratarán seguramente como a emigrantes del más profundo sur.


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