Le cuesta al barrio subir esta mañana amoratada. No acaba de
tomarse su café con nubes de esparto y ya trota Esperanza a desplegar su
quiosco: “A ver si escribes más llano”, me ha dicho, y tropieza entonces contra
un ladrillo municipal que por ahí se atravesó. Sin embargo hoy no lleva
prendido el alfiler de la pesadumbre en los cartones de su cara...
Hoy son los
castaños de Indias los que miran con desprecio a los camiones municipales que
vienen a caparlos, y los plátanos de toda la ciudad están tan tristes como los
bosques mineros del jodido Noroeste... A lo mejor les cortan la cabeza y luego
se suicidan.
Se va iluminando el barrio, quiere salir el sol y hoy
comeremos judías verdes con patatas, proclama el cantor vagabundo que toca en
la calle del Reloj. Me arrimo a su banco y le digo que acaba de morirse un
grandísimo poeta... Y me confiesa entonces que está tocado, que tiene su
corazón desafinado, y que este oficio está perdiendo prestigio, cada día es más
difícil conquistar con esta guitarra el embeleso de una chica. Y ambos nos
miramos un buen rato los pensamientos rasgueados de impotencia.
¿Tocarías por
él esta noche uno de esos blues...? Por Juan Gelman, eso es. Y ahí me quedo a
su lado desgranándole jirones de la biografía perra de Juan Gelman. Y que el
pájaro que se queda enramado en su poesía no se desampara nunca. Porque su lírica
es de barrio cocida de sufrimiento y universo y resistencia, de sintaxis y
semántica arrolladoras, desgarradoras hasta decir abismo. Sus poemas se deslizan
siempre con un monstruo que no te dejará dormir, un duende que se rebela contra
la construcción de estas dictaduras políticas y económicas que padeceremos
hasta cuándo...
Comienza a llover el cielo municipal y levantamos entonces
nuestra tienda, y todo esto que juntos vamos caminando se vuelve alegre de
repente: las farolas que alumbraban ruinas comerciales, los pasos de cebra
despintados, los sofás que esperan en la acera al camión de la basura, las
fachadas más pobres incluso que ese joven que está pidiéndonos de comer en la
calle Ancha... Se nos va abriendo la ciudad como un estuario...
Y desembocamos al fin en la bahía. Es ya la hora de las
insumisiones y las desobediencias. Y el cantor vagabundo pone entonces sus
manos en el agua... y espera que se colmen de caballitos de mar, pues está convencido
de que cuando pesca caballitos de mar en la bahía se espantan sus desidias e
indolencias. Es la hora de las insurrecciones, y también yo pongo mis manos en
el agua, y de golpe me salpican esos versos de Juan Gelman, “¡cantá/ para que
corra la mañana/ y se subleven los canarios/ que lloran ocultamente!”
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