Allá arriba nos estaba esperando, en una de esas aldeas del
noroeste del mundo huérfanas de bueyes que midan el paso de los días y gallos
que rompan el alba con el estruendo de sus crestas.
Se llama
Marco Aurelio y fue maquinista de locomotora eléctrica y se ha rebelado contra
la agonía de su aldea moribunda. En él reconoceríais al hombre que
definitivamente ha perdido la desesperación. La arteriosclerosis de su alma debe
de ser tan profunda como una superstición medieval.
Por aquí pasaba un río que calmaba a los insomnes. Y al otro
lado se alzaba un peñasco de caliza que comunicaba con el reino de los busgosos
y nuberos y todos esos seres mitológicos que se han ido suicidando...
¿Quién ha
decretado la exterminación de nuestra infancia? ¿Quiénes tramitan el vacío
entre esta tierra fértil y los astros? Se van quedando desiertas las aldeas milenarias,
se van secando sus fuentes prerrománicas, sus manantiales de conciencia cívica
y republicana. ¿Cuánto tiempo de vida política pacífica les queda a nuestros
pueblos y aldeas soberanos?
Cohabita Marco Aurelio con su mujer y su caballo y sus
cuatro ovejas y otros tantos chivos, y algunas noches oye disparos de escopeta
en el cerro de las Águilas y se caga entonces en todos sus muertos. ¿Cuándo se
abrieron por última vez las puertas de ese camposanto?
He ahí al hombre que no tiene vergüenza de su causa: cara de
ángel recién caído en estiércol de corral. Se arranca hiedra de sus brazos
Marco Aurelio y aún sabe silbar los himnos anarquistas de todos aquellos
pájaros que construían con su vuelo el horizonte.
Y entramos
en la cantina. Huele a jamón rancio y a leche recocida en la indolencia. El
tiempo se ha hecho aquí un nudo en sus cenizas. Y bebemos con delectación el
vino de la tierra bajo una luz llena de fantasmas, bebemos con unción el vino
de los antepasados, así retiembla en nuestras lenguas el mundo de las mieses y
los rebaños y los bosques preñados de carbones...
Bebíamos y hablábamos de las viejas tradiciones, y de
repente he ahí a la mujer: mariposa en llamas detenida tras el mostrador. Y si
hubierais visto su rostro al encender la chimenea y cómo nos íbamos contagiando de su candor vindicativo. Ella sola sería capaz de sostener la memoria de los
trenes y los minerales...
Y nos despedimos de la aldea diciendo en voz muy alta: “Por
aquí pasaba un río que sosegaba a los insomnes. ¿Quiénes son los responsables
de su progresiva despoblación?” Y de todo lo que podrían llevarse, si no los
detenemos, los adverbios del ocaso.
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