Hace tres noches
que llegó a la ciudad. Antes de entrar por la puerta de los Templarios, más de
una hora permaneció sentado ahí, al borde de la bahía, gritando:
-¡Mi nombre es Max, Carlos Max!
Parecía un
paria recién salido del Infierno. Lo saludé. Lloró. Arrastraba su maleta como
quien arrastra una biografía llena de tormentos y relámpagos. Nos metimos en una
cantina del barrio de Flores del Sil adornada con absurdos paisajes rurales. Y pedimos
dos copas de coñac. “¡Viva España!”, voceó el loro que hacía guardia en el
mostrador. Mesándose los mechones blancos de su cabeza rizada y ciega, arrojó
el artista su primer lamento:
-¡Mal Ponferrada recibe a un extranjero!
Y puso el
loro su pico bajo el ala. Salió entonces alborotando el barrio un hombre flaco
y abatido: “¡O morirme de miseria, o volverme loco, o suicidarme!” Tosió
cavernoso Max, con las barbas estremecidas. “¡Bandidos! ¡Esto no hay dios que
lo aguante!”, se quejó una mujeruca amoratada. Pedimos otras copas de coñac y
nos sentamos junto a la estufa de butano. Abrió su maleta Max. Una brisa
anarquista y golfa salió de sus negros fondos carcomidos. Estaba llena de
espejos cóncavos y poemarios arrugados. De la pluma y su inspiración modernista
había creído en su juventud que podría vivir. Pero las letras, bien sabía ya
él, son colorín, pingajo y hambre. Un desahuciado con su perro y la bragueta
desabrochada se nos acercó para pedirnos un cigarrillo. Olió Max su desamparo y
dijo con su acento de hiperbólico andaluz:
-¡Hoy me siento pueblo más que nunca!
Apestaba el
ambiente a fritangas. Un décimo de Navidad nos ofreció con disimulo el dueño de
la cantina. Y no se lo compramos. Brindamos entonces, alzando las copas, por la
vida y por el arte... De pronto, apoyándose en mi hombro, tiritando de alucinación,
se levantó y me reclamó el artista:
-Condúceme al teatro, compañero.
Salimos al
fin de la tasca bastante chispas. Y me pareció que íbamos caminando sobre
vidrios rotos. Un cielo sin luna lunera se deshacía en aguanieve. Y al pasar
por el parque del Temple nos salieron al encuentro dos putas. “¡Estarás ciego,
pero tú eres un poeta!”, le dijo la más joven, llevándole la mano izquierda
hasta su cintura. Conmovido por las muecas y pintas de ambas ninfas, les regaló
Max unas monedas. Proseguimos el peregrinaje.
Y cruzando el puente de García
Ojeda, con los ojos clavados en el castillo encendido, se introdujo en su esperpento
y gritó:
-¡Llévame hasta una de esas torres! ¡Te invito a regenerarte
con un vuelo!
¡Max, no te
pongas estupendo! -le dije- Recuerda que mañana viernes has de representar tu
tragedia en el teatro Bergidum. Será tu noche, Carlos, La noche de Max Estrella.