UNA HISTORIA COMO UN OSEZNO


         Estoy ‘deses-parado’, me dice el Peta al entrar en el Café del Mediodía. No será para tanto. Y me enseña luego la fotografía de ese osezno huérfano y perdido en Palacios del Sil. Nos roza entonces la piedad: los ojos desvalidos del osezno... Y alzamos las jarras de cerveza deseando que los dioses de los plantígrados no le deparen a su cachorro un destino aciago. Si lo hubiera encontrado ahí, sentado en medio de la carretera, el Peta se lo hubiese llevado a su casa. Pero solo por unos días. Los suficientes para construir una relación sentimental sostenible entre una cría de oso y un hombre.


       Se ríe entonces y le enseño la flor ya marchita de una jara que he cogido el día antes en una colina del este de Ponferrada. Todavía huele a bálsamo.


     Esto va de mal en peor, sigue diciéndome el Peta. Muy pronto nos recortarán el vocabulario, y después de las palabras nos recortarán la geografía, y la poesía, y la concupiscencia. Y nos talarán también los árboles de la mitología y los bosques de la imaginación. Y acabarán recortándonos los huevos, te lo digo yo. ¡Castrados para siempre!

    Y ahora me gustaría contarte una historia, colega, una historia que me anda trepanando el cerebro desde hace algún tiempo, pero me parece que hoy no tengo las palabras. Trata de dos hombres y una mujer que viven en el mismo edificio donde vivo yo. Si pudiera encontrar las palabras te contaría la historia. No duermo bien desde que los oí una noche de perros dar patadas y puñetazos contra la pared. Y se me desboca el corazón, me salta como un corzo cada vez que la oigo a ella chillar como una loca. Se pasan casi todas las noches taconeando por el pasillo y las habitaciones. A veces se me figura que están follando. O rezando, quién sabe. Otras veces creo que son animales enjaulados que presienten que los van a sacar de ahí por la mañana para llevarlos al matadero. Y a ratos ríen y ríen y entonces imagino que son enfermos mentales a los que dejan abandonados. Durante el día hay un gran silencio en el piso. Supongo que estarán durmiendo. Ya te digo que no tengo palabras para contarte lo que está sucediendo en esta historia. Ella parece joven todavía, unos cuarenta años, y habla y grita como un hombre. El más viejo de ellos tendrá unos cincuenta, y sus rugidos son como los de un oso. Y con qué fuerza aporrean las paredes de su celda. Me obsesiona tanto esta historia que no encuentro las palabras para contarla. Estoy como ‘deses-pirado’, chico. ¡Será este osezno!



      A lo mejor esta misma noche deciden suicidarse, se teme el Peta. Si mañana la Policía los encontrara muertos a los tres, a mí me quedaría para siempre muy sucia la conciencia. Pero vuelvo a repetirte que no tengo palabras para contarte esta historia.


    Y antes de despedirnos le muestro otra vez la flor de la jara. Todavía huele a bálsamo.

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