Ardían los cielos del atardecer, se había declarado un incendio gigantesco en los montes del oeste, así que respirábamos a esas horas con cierta dificultad, como quien respira las cenizas de un estado de excepción. Estábamos esperando la noche en Cuatrovientos, deambulando por sus calles menestrales, por sus cafés de barrio envuelto en rojo oscuro: Café Español, Café de Cuba, Café Latino... Como si este final de invierno saliera de un verano tropical, de una estación del fuego que parece interminable. Era emocionante vagabundear por un barrio obrero con cicatrices en su corazón, talleres cerrados, mueblerías cerradas, esperanzas derruidas. ¿Por qué aceptamos tan dócilmente que estamos viviendo el invierno más seco de la historia? ¿Qué fue de aquella fantasía europeísta? En el Café Español alguien dijo: “África es nuestro destino. No merecemos otro mapa.”
Y afuera la agonía del atardecer, los verbos de la redención hechos pedazos. En el Café de Cuba olía a nostalgias embarradas, sus parroquianos estaban recordando las miserias de los viejos tiempos, de cuando pasaban los trenes cargados de carbón y en los almacenes se vendían clandestinamente pellejos de morapio zamorano y otros estraperlos. Ahí la nostalgia era un país que prometía lluvias. Y era también un viejo que cojeaba y que tal vez había olvidado que el tiempo no se cansa de engañar.
Afuera seguían cayendo las pavesas que nos arrojaban las brisas del oeste. Y pasaban jóvenes sin domicilio fijo tomándole el pulso a la cola de su invierno. ¿Qué les había diagnosticado su psiquiatra? “Se va pareciendo más a un desierto esta puta tierra”, de eso iban hablando. ¿Serán parados de larga duración? ¿Padecerán alguna de esas enfermedades raras que se asemejan a la más profunda angustia? Como si lo más alegre que pudiera sucederles fuera el simple hecho de sobrevivir.
Y entonces sucedió... no sé, se podría tomar como un prodigio: ¡Llovía sobre nosotros, sobre nosotros y ellos y todo el barrio llovía! Una lluvia suave que nos reanimaba, que nos iba dejando el corazón más sereno, menos sediento. Se apagó el lamento de las aceras y las casas encendidas, se ensancharon las luces de las calles, era como si respiráramos plumas, plumas rojas de ave agradecida, y no pavesas del infierno. ¡Otra mentira de Dios!, llegamos a pensar. Podría ser otra mentira de Dios, del Dios de la Economía Pervertida. Pero era verdad que la lluvia seguía cayendo, que el cielo del oeste ya no chorreaba esponjas de color sangre. ¡Era real la bendición de la lluvia! Y que poco después una mujer en llamas atravesara la calle corriendo hacia la iglesia nos pareció entonces un acontecimiento de lo más ordinario, algo habitual.
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