DÍA DE MERCADO

  
            La mañana en la plaza de Abastos es lenta.

        Es día de mercado y desciendo la colina del castillo de los Templarios con la certidumbre de que voy a emocionarme. Porque un día de mercado en mi ciudad es un prodigio de gritos y gitanos y acuarelas en fuga... Es como si Ponferrada regresara a su pasado medieval y republicanista.

     Huele a tahona henchida, a muchedumbre recién lavada en río primaveral. Y entramos ahí como quien entra al mundo por su puerta más grande. Un almendro solitario permanece alerta en un jardín del sur. Y es gratificante ver cómo el sol va iluminando las flores y los frutos, las manos de quienes ofrecen la sal de su trabajo. ¿Habéis sentido alguna vez la magia de ese instante?



   Se van derramando los olores sofocantes, olores que recuerdan huertas y gallos y otros animales domésticos nacidos para el sacrificio. Y se van esparciendo las quejas de los gitanos. Ellas, las gitanas, arrojan contra el cielo sus perlas y amapolas, y trenzan con sus voces tendales donde secar su angustia al sol.

   No corre sin embargo la alegría que esperaba. Será el desorden de los claveles y los trapos, el estrépito de las cajas de legumbres y verduras, pero no se palpa el esplendor de otras mañanas. Y comienzo a oír sentencias contra la cúspide del edificio social, contra el despilfarro de los políticos payos y sus pútridos banqueros. “¡Serán cabrones!” ¿Quién es aquí el que se gana el sol que se respira?


      Porque un día de mercado en mi ciudad debería ser como una casa grande encendida de azul y de manzanas. Y acariciar entonces los colores de las fresas y los puerros, la luz que despiden los tomates y naranjas. No se oye sino un clamor desesperado, tan profundo como el dolor que causaría una astilla clavada en la garganta.

   Se me hace lenta y dura esta mañana de mercado. Y me pierdo por esas calles buscando una respuesta a tanto invierno. Porque no constituye un placer detener el paso y contemplar el brillo de las flores todavía no marchitas, y preguntar por los nombres de los frutos secos de esta tierra, y aprender el tacto de la piel oreada de esas mujeres que nos regalan el resplandor de las cebollas.


   “¡Serán cabrones!” La plaza y sus sudores son un reproche inmenso. Sabéis muy bien a quiénes están apuntando. Y me emociono. La primavera está ahí, esperándonos. No es posible detener la primavera. Alegres han de ser todos los días de mercado. Como una casa encendida de verde y de naranjas. Y el sol que se respira.



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