TIEMPOS DIFÍCILES


      Quiero hablaros hoy como el carbón, restos del poema de la ignominia. Porque la imaginación social ha caído del árbol de la revolución. La historia de nuestras actuales miserias entró hace doscientos años por la puerta como un delincuente honrado, y el presente está saliendo como un zombi sin sangre por la ventana. ¿De qué nos sirve lamentarnos del incremento de la pobreza? ¿Queréis llorar como viejas estériles, como hombres impotentes y desahuciados? ¿No es eso escapar de las vidas tristes, de los corazones ennegrecidos? La fascinación por la mitología de la miseria condiciona nuestra moral. ¡Una moral de hipócritas! Sólo buscamos la sustancia de la regeneración en las novelas, en las canciones, en las fotografías, y tan sólo para huir del contacto directo con la sal de la tierra. ¿Cómo salir indemnes de esta ideología hecha de pañuelos sucios, de discursos moldeados por la piedad judeocristiana? 


     Estuve el martes en el café Dickens de Ponferrada, barrio de Cuatrovientos, y por el ventanal pasaba la vida de todos los siglos, hombres con bastón, hombres con hambre, mujeres con abrigos de piel de zorro, y un tipo con gorro árabe vestido de harapos pedaleando por la acera... Sentí conmiseración, pero luego me enteré de que era el afilador del barrio. ¡Y de que era un cabrón! Así que su destino era como una noche llena de blasfemias. Y le pregunté a la camarera por qué habían bautizado con ese nombre al café. “¡Porque debió de ser un gran poeta!”, me dijo. ¡Qué bonito! Y me puse a leer párrafos de ‘Nuestro común amigo’, había que rendir tributo a Dickens, se celebraba en todo el mundo el bicentenario de su nacimiento. 




    ¡Oh, qué estampas tan conmovedoras! Ya sabéis: casas desoladas, hijos de puta victorianos jugando a matar huérfanos y todo eso. ¡A tomar por culo Dickens! Dickens, al que incluso llegó a alabar Karl Marx. ¿Para qué sirvió Dickens? ¿Para que mejorasen las condiciones de vida de los siniestros obreros londinenses? ¿O para que se perfeccionasen las infames condiciones de explotación humanamente admisibles hasta hoy? Marché de allí con el alma manchada de indecencia. Era como una alcoholera en cenizas.


      Y por la noche una vez más los vi: al padre con su hijo hurgando en los contenedores de basura de mi barrio. ¿Y qué? No tienen mala pinta, no son gitanos, no son extranjeros. Unas naranjas, una lechuga, un felpudo, escatología posmoderna, sociología agujereada de símbolos escorias, eso se llevan cada noche. ¡Y que se den por contentos! ¿Qué coños tenía derecho yo a decirles? ¿Para qué preguntarles si tenían necesidad de todos esos desechos que estaban recogiendo? ¿Y por qué preguntarles desde cuándo se dedicaban a hurgar en los contenedores de basura? 



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