PSICOLOGÍAS SUMERGIDAS


         Decidí entonces pasar la tarde deambulando por la ciudad, a ver qué ambiente postelectoral se respiraba. Llevaba en la cabeza pedazos de poemas de Bukowski, Lêdo Ivo y esos ‘jóvenes poetas locos’ que están floreciendo en las redes sociales del porvenir.

                                             De los campos del sur regresaban cientos de estorninos chillando como condenados “los cielos arderán negros de cuervos, cuervos repelentes, subnormales, malditos, malditos cuervos.”

          Y había tiendas y garajes con los brazos destrozados, y bares con esos ojos que ponen los perros cuando tienen hambre. Un maniquí de color canela me hizo un mohín de asco en la puerta de una cafetería, como si yo fuese un cubo de basura andante. Me pareció oírle decir “A la puta mierda todos”.
                                       Los barrios del oeste tenían las ruedas pinchadas, y sus portales blasfemaban una y otra vez contra Dios y todos los bancos de Dios. Y de las sábanas que colgaban de las terrazas caían de vez en cuando cubos llenos de peces brillantes como granadas a punto de estallar. Me amenazaban las hojas doradas caídas de los castaños y los plataneros, “no vuelvas a pisarme, socabrón, no vuelvas a pisarme”. Seguro que a Dios no le hubieran hablado de un modo distinto.

          La niebla iba poco a poco desfigurando las fachadas más obscenas, y los pocos jardines que aún se podían ver tenían la mirada extraviada y restos de espuma roja entre sus flores. De un piso de la calle de las Siemprevivas salió volando una radio y se quedó ahí tirada en la acera, una radio que hablaba como los ángeles del Abismo y anunciaba que una noche más el barrio tendría que soñar con huesos.

                                    La cosa se ponía fea, aquello iba pareciéndose al valle de Issa, así que busqué refugio en la Estación de Autobuses pero fui a desembocar en la Estación del Ferrocarril. Me dio la impresión de que su corazón estaba ahogado por el desencanto, la desilusión, la derrota. Y el tren que estaba estacionado en la vía segunda al verme se echó a reír como un loco cuando lo llevan a misa los domingos. Y al preguntarle qué coños le estaba sucediendo realmente me contestó “por aquí ha pasado una catástrofe política y mañana estaremos todos aparcados en vía muerta”. Bonito panorama, le dije, y me despedí de él con algunas nostalgias. Recordé entonces ese pedazo de poema crepuscular de Cortázar, “cada vez somos más los que creemos menos en tantas cosas que llenaron nuestras vidas...”, y comencé a sentir frío. Ahí la soledad respirada era estructural. Y me llevé de una ventanilla la hoja del horario de los trenes de viajeros.

        Ya la noche se había desplomado y entré en un bar neurasténico y poco a poco fui reescribiendo “Los placeres de los condenados se limitan a breves instantes de felicidad...” y el resto que no puedo transcribir aquí...

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