Disculpadme, amigos, por la osadía de invitaros a penetrar en la selva lírica del poeta Lêdo Ivo, nacido hace ochenta y siete años en la ciudad atlántica de Maceió, capital del estado brasileño de Alagoas; hombre de complexión recia y por cuyas venas corre aún sangre de los indios caetés, belicosa tribu caníbal de la familia tupí-guaraní que en el año imperial de 1556 obtuvo de sus dioses el don de comerse asado al primer obispo de Brasil, don Pero Fernandes Sardinha.
A Lêdo Ivo lo clavó en Los ojos luminosos Antonio Pereira, un cuento memorable que el maestro vivió en carne y alma durante su estancia en Río de Janeiro y otros parajes brasileiros. A Sítio Sâo Joâo, una hacienda en el Mato do Brasil, lo invitó a pasar un fin de semana el célebre y enormísimo bardo que era ya Lêdo Ivo. Bebiendo cachaça y conversando de las cosas más verdaderas —Lêdo Ivo mirándole con sus ‘ojos picassianos’ y agasajándole con el chorro lento de los versos de su Elegía didáctica—, sentía Pereira cómo iba agudizándose hasta límites sobrenaturales su percepción de la luz natural, de los nervios de las hojas, del cráter de un hormiguero... Y fue entonces cuando el cuentista de Villafranca sufrió la presencia ominosa de la selva, ‘los focos brillantes’, los ojos inesquivables de esa serpiente que todos evitaban nombrar... A Lêdo le dedicaba también Antonio su poema Cautelas de la mirada, en el que aparecen versos que deslumbran: “Lo primero que se enseña a la flor es no mirar con envidia/ el vértigo de las abejas”.
(Los ojos luminosos, A. Pereira)
Y a través de los espejos de Antonio Pereira saltó luego Lêdo Ivo al otro lado de la imaginación oceánica de Juan Carlos Mestre, fenómeno prodigioso que sirvió para que el vate carioca y su poema Cavalo Morto quedasen eternizados en su alucinante Cavalo Morto. Por él hemos llegado a saber que Lêdo Ivo “es una escuela llena de pinzones y un timonel que canta en el platillo de leche”, un enfermero “que venda las olas y enciende con su beso las bombillas de los barcos”.
De modo que será un placer conocer personalmente a Lêdo Ivo dentro de unos días, cuando el presidente del Club Leteo de León, el poeta Rafael Saravia, le entregue el merecidísimo premio Leteo. Porque Lêdo Ivo es uno de esos bardos que alteran con su voz el sistema sentimental de cualquier provincia o ciudad del mundo. Y porque Lêdo Ivo nos ha anunciado que en Cavalo Morto “las muchachas acostumbran salir de paseo con los soldados” y “después de hacer el amor, bordan en las nubes, con un alfabeto azul y blanco, el nombre de los enamorados”. Uno penetra en las aldeas líricas de sal de Lêdo Ivo y el Tiempo parece que nos mira como un dios clemente recién caído de la niebla. Así que brindaremos por él y su poesía como si brindásemos por el advenimiento de la Tercera República Española.
CAVALO MORTO
En Cavalo Morto las muchachas acostumbran salir de paseo con los soldados.
Y luego a quererse. Sucede entonces algo inverosímil:
después de hacer el amor, bordan en las nubes, con un alfabeto azul y blanco,
el nombre de los enamorados: José, Antônio, Manuel, Joâo.
Las muchachas vuelven más jóvenes de esos amores entre la maleza.
Las muchachas vuelven más jóvenes de esos amores entre la maleza.
Regresan intrépidas, excitadas por el filtro de la luna.
Y para ellas no hay ya exigencias, cobardías, acontecimientos.
Sólo existen los soldados del batallón.
En agosto, enero, en septiembre, las muchachas aman en Cavalo Morto.
En agosto, enero, en septiembre, las muchachas aman en Cavalo Morto.
Pasan abrazadas a sus enamorados y dejan en la arena
del camino algo como un rastro de espuma o velo.
Los soldados no saben hacer sonetos, ¡pero cómo aman!
De noche, Cavalo Morto nunca está despoblado.
De noche, Cavalo Morto nunca está despoblado.
Y si pasas un día por allí y oyes voces, risas y gemidos
de amor, no te asustes por miedo a los fantasmas.
Son las muchachas amándose con los soldados en Cavalo Morto.
(Lêdo Ivo)
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