FADO SOBRE LA PIEL


            No es la suya una de esas ‘historias’ que conmueven. A pequeñas dosis ha ido desgranándomela, habla poco, apenas lleva trabajando tres meses en este bar de mala muerte. Y esta tarde antes de pedirle la cerveza me ha dicho: “¡A la puta calle!” No se lo esperaba. “Como si me hubieran clavado un puñal aquí cuando me lo dijeron.” No ha cumplido aún los treinta, duerme sola en un apartamento del barrio de la Estación, y se mueve por el bar como un ángel de cera sobre papel de aluminio. “¿Qué libros traes hoy?” No desperdicia un solo gesto cuando habla. No es una chica delicada pero podría tocar el amor con tiernos violines. Sesenta y cuatro caballos, de Antonio Pereira, y Epidermia, de Sara R. Gallardo, y se queda ojeándolos. Él por desgracia ya está muerto, y ella está loca de poesía y de insurrección, le digo. Y de pronto nos hemos quedado solos en el bar. “¿Epidermia? Suena a herida.” Y yo entonces he pensado: sería hermoso estrangular el tiempo para poder leer entre los dos este poemario...


            Nuestra impotencia ha quedado ahí entre ella y yo. Y la tarde indiferente afuera arrojando puñados de ceniza. Me sirve una tapa recalentada, pero me la sirve como si fuera una flor recién extraída de la niebla. Se matriculó hace dos años en Sociología, es morena, más de una vez la he sorprendido detrás de la barra subrayando párrafos de El suicidio de Durkheim...


         Y su amante andaba ya en silla de ruedas antes de morir de un derrame cerebral, y ahora no sabe qué va a hacer, las cosas se han puesto muy difíciles en esta ciudad. A ella también le gusta el rap, odia las películas de vampiros, y cuando no es capaz de dormir se pone a pintar vacas, vacas bajo la luna. “Con estas manos.” Y al verlas se ha posado en mi mente ese verso de E. E. Cummings, “nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas.”


            Así que a la puta calle. “Dos días me quedan. Pero no voy a llorar.” Y lo ha dicho soltando una aguja de espuma por esa su boca de princesa de ningún reino animal. ¿Cómo reconfortarla? Tal vez con este “fado de la limpiadora” de Pereira, o con este poema torrencial de Sara... Pero no he podido hacerlo porque ha irrumpido en el bar una mujer saludándola a voces. Y se ha acercado a ella, y se han besado. Y luego se han puesto a hablar en un idioma... un idioma del que por desgracia tan sólo conozco la palabra “niet”. El ruso es una lengua de seda pero muy complicada. Sin embargo ella siempre me ha hablado en un castellano impecable. Y al despedirnos me ha parecido oírle algo sobre la piel... No hay que conservar nada de nada. La belleza de las cosas está, más que en ganarlas, en perderlas. Eso le iba a decir, pero en esos momentos hubiera resultado ridículo.


PSICOLOGÍAS SUMERGIDAS


         Decidí entonces pasar la tarde deambulando por la ciudad, a ver qué ambiente postelectoral se respiraba. Llevaba en la cabeza pedazos de poemas de Bukowski, Lêdo Ivo y esos ‘jóvenes poetas locos’ que están floreciendo en las redes sociales del porvenir.

                                             De los campos del sur regresaban cientos de estorninos chillando como condenados “los cielos arderán negros de cuervos, cuervos repelentes, subnormales, malditos, malditos cuervos.”

          Y había tiendas y garajes con los brazos destrozados, y bares con esos ojos que ponen los perros cuando tienen hambre. Un maniquí de color canela me hizo un mohín de asco en la puerta de una cafetería, como si yo fuese un cubo de basura andante. Me pareció oírle decir “A la puta mierda todos”.
                                       Los barrios del oeste tenían las ruedas pinchadas, y sus portales blasfemaban una y otra vez contra Dios y todos los bancos de Dios. Y de las sábanas que colgaban de las terrazas caían de vez en cuando cubos llenos de peces brillantes como granadas a punto de estallar. Me amenazaban las hojas doradas caídas de los castaños y los plataneros, “no vuelvas a pisarme, socabrón, no vuelvas a pisarme”. Seguro que a Dios no le hubieran hablado de un modo distinto.

          La niebla iba poco a poco desfigurando las fachadas más obscenas, y los pocos jardines que aún se podían ver tenían la mirada extraviada y restos de espuma roja entre sus flores. De un piso de la calle de las Siemprevivas salió volando una radio y se quedó ahí tirada en la acera, una radio que hablaba como los ángeles del Abismo y anunciaba que una noche más el barrio tendría que soñar con huesos.

                                    La cosa se ponía fea, aquello iba pareciéndose al valle de Issa, así que busqué refugio en la Estación de Autobuses pero fui a desembocar en la Estación del Ferrocarril. Me dio la impresión de que su corazón estaba ahogado por el desencanto, la desilusión, la derrota. Y el tren que estaba estacionado en la vía segunda al verme se echó a reír como un loco cuando lo llevan a misa los domingos. Y al preguntarle qué coños le estaba sucediendo realmente me contestó “por aquí ha pasado una catástrofe política y mañana estaremos todos aparcados en vía muerta”. Bonito panorama, le dije, y me despedí de él con algunas nostalgias. Recordé entonces ese pedazo de poema crepuscular de Cortázar, “cada vez somos más los que creemos menos en tantas cosas que llenaron nuestras vidas...”, y comencé a sentir frío. Ahí la soledad respirada era estructural. Y me llevé de una ventanilla la hoja del horario de los trenes de viajeros.

        Ya la noche se había desplomado y entré en un bar neurasténico y poco a poco fui reescribiendo “Los placeres de los condenados se limitan a breves instantes de felicidad...” y el resto que no puedo transcribir aquí...

LA GATA DEL PETA

         Y nos hemos sentado a la orilla del Café. El Peta del barrio ha sacado a pasear su gata siamesa y comenzamos a hablar con mucha pasión de las elecciones del domingo, de los votos útiles e inútiles, de los problemas que seguimos teniendo con nuestra conciencia democrática. Las ideologías sobreviven de milagro. El Peta asegura que han muerto. ¿Votar, o no votar? Y la gata entonces se queda mirando al cielo amembrillado de noviembre. Como si también ella tuviera problemas con su felina conciencia aristocrática. O quizá esté pensando que lo mejor que se puede hacer esta tarde es supervisar esas nubes...



        Se la regalaron dos días después de la victoria de los socialistas en las elecciones generales de 2004. ‘Lisa’ llama el Peta a su gata. Y la llama Lisa en honor de Elizabeth Taylor, “La gata sobre el tejado de zinc caliente”... ¿Y si el domingo te apareciese muerta en su alfombra? El Peta ya tiene pensado qué va a hacer con su gata Lisa cuando se le vaya de este mundo: en lugar de enterrarla, prefiere incinerarla y arrojar sus cenizas al Sil. Y recitarle entonces uno de esos poemas que Baudelaire les dedicó a los gatos. ¿Votar, o no votar? Pero al Peta le han atacado las nostalgias y ya no hay manera de que regrese a las elecciones del domingo. Ya sólo habla de su gata...

        “A veces a Lisa se le ponía cara de Bibiana Aído, y terminaba llamándola Bibiana, y la gata obedecía, y ronroneaba de felicidad y miraba al arrabal por la ventana del salón como habría mirado Bibiana Aído. Y entonces me abrazaba a ella, nos abrazábamos y nos quedábamos los dos contemplándonos en silencio... Eso sucedió al principio, cuando estaban altos los niveles de optimismo antropológico español, cuando a Bibiana casi nadie la conocía y era Directora de la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco y nuestra alegría era tan alta como una cometa. Luego fue nombrada ministra de Igualdad y desde ahí Lisa dejó de parecerse a Bibiana y algunas tardes se le ponía cara de Leire Pajín. Absurdo, claro que sí, pero la llamaba entonces “Leire, Leire” y ella me obedecía, y ronroneaba como pidiendo más protección social, y miraba al arrabal por la ventana del salón como habría mirado Leire Pajín. Y yo trataba de abrazarme a ella, pero Lisa fruncía el ceño, entornaba los ojillos y que no, que no esperase el abrazo, y cada uno por su lado nos quedábamos en silencio contemplando el panorama social... Y bueno, en estos últimos meses pone cara de indignada cada vez que a medianoche le ofrezco un plato de leche con galletas...”



        Y ahí hemos seguido un buen rato, la línea del Sil perdiéndose en una negrura de acuarela. Yeats hubiera dicho: “Muchas cosas con su ingenio y su belleza dejarán pronto de existir, cosas que hasta ahora parecían un auténtico milagro ante la multitud”.

INVITACIÓN A LÊDO IVO


            Disculpadme, amigos, por la osadía de invitaros a penetrar en la selva lírica del poeta Lêdo Ivo, nacido hace ochenta y siete años en la ciudad atlántica de Maceió, capital del estado brasileño de Alagoas; hombre de complexión recia y por cuyas venas corre aún sangre de los indios caetés, belicosa tribu caníbal de la familia tupí-guaraní que en el año imperial de 1556 obtuvo de sus dioses el don de comerse asado al primer obispo de Brasil, don Pero Fernandes Sardinha.

           
            A Lêdo Ivo lo clavó en Los ojos luminosos Antonio Pereira, un cuento memorable que el maestro vivió en carne y alma durante su estancia en Río de Janeiro y otros parajes brasileiros. A Sítio Sâo Joâo, una hacienda en el Mato do Brasil, lo invitó a pasar un fin de semana el célebre y enormísimo bardo que era ya Lêdo Ivo. Bebiendo cachaça y conversando de las cosas más verdaderas —Lêdo Ivo mirándole con sus ‘ojos picassianos’ y agasajándole con el chorro lento de los versos de su Elegía didáctica—, sentía Pereira cómo iba agudizándose hasta límites sobrenaturales su percepción de la luz natural, de los nervios de las hojas, del cráter de un hormiguero... Y fue entonces cuando el cuentista de Villafranca sufrió la presencia ominosa de la selva, ‘los focos brillantes’, los ojos inesquivables de esa serpiente que todos evitaban nombrar... A Lêdo le dedicaba también Antonio su poema Cautelas de la mirada, en el que aparecen versos que deslumbran: “Lo primero que se enseña a la flor es no mirar con envidia/ el vértigo de las abejas”.

                                                       (Los ojos luminosos, A. Pereira)

            Y a través de los espejos de Antonio Pereira saltó luego Lêdo Ivo al otro lado de la imaginación oceánica de Juan Carlos Mestre, fenómeno prodigioso que sirvió para que el vate carioca y su poema Cavalo Morto quedasen eternizados en su alucinante Cavalo Morto. Por él hemos llegado a saber que Lêdo Ivo “es una escuela llena de pinzones y un timonel que canta en el platillo de leche”, un enfermero “que venda las olas y enciende con su beso las bombillas de los barcos”.

            De modo que será un placer conocer personalmente a Lêdo Ivo dentro de unos días, cuando el presidente del Club Leteo de León, el poeta Rafael Saravia, le entregue el merecidísimo premio Leteo. Porque Lêdo Ivo es uno de esos bardos que alteran con su voz el sistema sentimental de cualquier provincia o ciudad del mundo. Y porque Lêdo Ivo nos ha anunciado que en Cavalo Morto “las muchachas acostumbran salir de paseo con los soldados” y “después de hacer el amor, bordan en las nubes, con un alfabeto azul y blanco, el nombre de los enamorados”. Uno penetra en las aldeas líricas de sal de Lêdo Ivo y el Tiempo parece que nos mira como un dios clemente recién caído de la niebla. Así que brindaremos por él y su poesía como si brindásemos por el advenimiento de la Tercera República Española.




CAVALO MORTO

En Cavalo Morto las muchachas acostumbran salir de paseo con los soldados.
Y luego a quererse. Sucede entonces algo inverosímil:
después de hacer el amor, bordan en las nubes, con un alfabeto azul y blanco,
el nombre de los enamorados: José, Antônio, Manuel, Joâo.

Las muchachas vuelven más jóvenes de esos amores entre la maleza.
Regresan intrépidas, excitadas por el filtro de la luna.
Y para ellas no hay ya exigencias, cobardías, acontecimientos.
Sólo existen los soldados del batallón.

En agosto, enero, en septiembre, las muchachas aman en Cavalo Morto.
Pasan abrazadas a sus enamorados y dejan en la arena
del camino algo como un rastro de espuma o velo.
Los soldados no saben hacer sonetos, ¡pero cómo aman!

De noche, Cavalo Morto nunca está despoblado.
Y si pasas un día por allí y oyes voces, risas y gemidos
de amor, no te asustes por miedo a los fantasmas.
Son las muchachas amándose con los soldados en Cavalo Morto.

(Lêdo Ivo)

VEINTE AÑOS Y LOCOS



        Apareció por el café del barrio la tarde de Todos los Santos. Llegó diciendo que había estado en el cementerio de Montearenas honrando a sus dos muertos y que había visto al esqueleto más erótico del mundo. Morlito, casi un año encerrado en un centro de rehabilitación mental, Morlito, indefenso como un duende de caliza. Alguien dijo que su rostro parecía un epitafio. Cerré la antología de poetas menores de veintisiete años que estaba ojeando, Tenían veinte años y estaban locos, y me quedé escuchándole...


       A Morlito le entraron un día dos papagayos por la frente, así de grandes, y desde entonces tiene un nudo bestial en el cerebro y un corazón que a veces no le suena. Ponferrada fue su cielo hasta que los gusanos de la coca le sangraron, y luego el purgatorio y las amenazas de suicidio, y pese a todo sigue vivo. Y comiendo pipas como un roedor, Morlito, y a veces tiembla como un trapo tendido frente al viento. Le pregunto si ha escrito ya esa carta a la princesa Letizia. “La espero en el otro mundo”. Tiene Morlito unos ojos de esos que llaman de ave rapaz que cuando te miran te picotean la mirada y tardas un buen rato en reconocer las cosas que te rodean. “Hay que estar siempre desafiando a la puta realidad, colega”. Y Morlito habla como si estuviera viajando, Morlito habla y habla sin parar, hablar es la única salida que tienen los personajes de Samuel Beckett para desahogarse. Ha estado en un centro de rehabilitación mental de Galicia, once meses, Morlito, lejos del rumor de Ponferrada y sus dos muertos. “Allí aprendí a vivir con la soledad verde. Pero sigue haciendo mucho calor en mi cabeza”.


       Bebe otro trago de cerveza y me pregunta qué estas leyendo, teacher. Le paso el libro, le gusta la portada, ese enjambre de mariposas aleteando el cuerpo etéreo de una mística desnuda. “Yo también tenía veinte años y estaba loco... Los locos siempre tienen veinte años... A los veinte años quién es el hijo de madre que no está loco”. Loco por destruir esta realidad hedionda, loco por reconstruirla con su sangre lírica. Y comienza a leer: “De tu pulgar hacia arriba nace el centeno que sangra mis rodillas...” Y ahí se detiene y lanza un aullido como quien descubre en pleno bosque un pez anémona. Le digo entonces que en la antología vienen unos poemas de una poetisa de Ponferrada, Sara R. Gallardo, y los encuentra y lee uno de ellos en silencio, hasta el último verso, que repite en voz alta y con los ojos cerrados, “Nada pudo salvarme”...


       Morlito, inofensivo como un ángel de hojalata. Y esta lluvia de noviembre bailando sobre su flaca anatomía. Noviembre es un estado de sitio sentimental, Morlito. Se fue calle abajo silbando una canción de Sabina. Lo veré alguna noche pegado al penúltimo cristal que labra la soledad en nuestro barrio.