VICENTE PUEYO, in memoriam


            Al otro lado del río, y entre los álamos, la blanca yegua desbocada acechándole...
                                        No sólo los adolescentes envejecieron la tarde de ese domingo.

            Y cada columna suya era de seda y dura... Aquí ha ocurrido algo atroz, ni toda la filología del mundo puede reconstruir su ausencia. Su ausencia parte el periódico por la mitad.

            Nos saludábamos los miércoles con un “salud y forza” y el suyo era un caluroso abrazo que decía “bravo, compañero, estoy contigo, juntos vamos en el mismo tren”.

            Principios de junio, esa puta yegua nos ha vencido una vez más, le dejó tirado en el asfalto, “como una bicicleta desmembrada en innumerables piezas”, cuando iba a regresar a la sombra de su trabajo, de su casa... La “aspillera” por donde disparaba cada jueves su semántica sutil, profunda, sensata, agudísima...

            Esa canción de su juventud enamorada, Le temps des cerises...
                 Le pareció siempre “una canción llena de romanticismo, una canción de amor que abría las puertas de una primavera sensual... Quand nous chanterons le temps des cerises... Pero su perfume sigue vigente, aunque los partidos al uso hayan perdido el olfato...”
                                                                    nos dejó escrito en su antepenúltima columna. Esa canción, ese tiempo de las cerezas, epitafio que seguirá iluminándonos, como el fonema líquido y transparente del idioma que nos enseñaba.





            Y precisamente una conversación sobre árboles frutales tuvimos una mañana de sol, “esos árboles con sus frutos son sagrados”, geografía religiosa, ideología milenaria, “como el agua que se bebe en las cumbres de esas montañas”, me decía, y nos desviamos por la senda de la mitología leonesa y ya no recuerdo dónde desembocamos, pero ahí fue cuando vislumbré un trocito de su alma... aunque no puedo presumir de haberle conocido como se conoce a duras penas a un amigo, y sin embargo...

            El estruendo de su caída ha hecho temblar esta casa. Y no sólo los adolescentes envejecieron esa tarde dominical. Así que me detuve un rato y me senté en un banco del paseo y recordé su semblante... (he pronunciado en voz alta todos los adjetivos que sus compañeros de trabajo le han puesto merecidamente como corona a su persona, y ni uno más puedo añadir aquí, lo estropearía todo)
          Y al llegar a casa me puse a reflexionar una vez más sobre lo que significaba esa palabra, esa puta yegua blanca al otro lado del río, y lo que implicaba esta resignación, esta resignación que no nos lleva a ninguna parte...

            Agua sagrada, agua de nieve de la montaña de León hay que echarle a Vicente Pueyo, para que salga como cereza en el Huerto de la Eternidad. 

            “Hola, Vicente, ahí te va... Salud y Forza”


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