No culpéis a los meteoros ni a las orugas peludas ni a los
machos cabríos de la mitología... Pues se ha comprobado el impudor de los
guardianes de nuestras cuevas rupestres y murallas e iglesias medievales y florestas.
Yo sé que también os habéis estremecido al escuchar los
últimos rugidos de los duendes silvestres y de los santos y esos lirios de
piedra eclesiástica que sueñan con el suero de la salvación. Es nuestra sangre
la que grita contra el expolio de las grutas prehistóricas, contra las rapiñas que
sufren sin tregua los bosques y los castillos y los templos de la memoria
aristocrática. ¿Quiénes están provocando el saqueo de nuestros tesoros
arqueológicos?
Ah, la pena de los molinos neolíticos arrojados al destierro
de los minerales inservibles. Deberíamos estar celebrando, amigos, el amor de
los pájaros por todas las reliquias del reino más romántico del Noroeste... Y
sin embargo siento al amanecer desde el puente del Bernesga las lamentaciones
de esas estatuillas góticas que hace tanto tiempo pernoctan a la intemperie en
el claustro de la catedral. Ah, el Sueño de la Luz que ascendía hasta las ascuas magnéticas del
firmamento, el sueño de las vidrieras y las cariátides cristianas y los
monstruos incomprensibles de las teologías...
¿Y qué sentís ante esas murallas republicanas condenadas a
muerte? Acaso la misma angustia que al interpretar esas prosas cadavéricas que
tanto entusiasman a los necrofílicos de todo el mundo.
Llueven harapos y desidias contra las sacras arquitecturas que
nos engendraron. ¿Sabéis quiénes decretan la agonía de esas empobrecidas naves neoclásicas
y estos oscuros pinares abatidos? Aún sus voces remotas se precipitan... y golpean
en nuestra conciencia de ciudadanos anestesiados, y nos duelen.
Y si no es lícito reprochar a las montañas que no se
parezcan al mar, tampoco es lícito atribuir a la decrepitud natural el
derrumbamiento de nuestras cercas, torres y ermitas milenarias. ¿A quiénes
entonces reprochar esta mutilación de la belleza?
Allá abajo vislumbro el peligro de los ábsides que se
desplomarán. Y un poco más allá la pena descomunal que manifiesta el bosque de
pinos antes de que sea atacado por las apatías peludas de las cinco de la
tarde.
Se ha comprobado, sí, el impudor por no decir desvergüenza
de quienes deberían velar por la conservación de nuestros tesoros
arqueológicos. No, no he olvidado sus nombres; escribidlos vosotros sobre los
silencios de esos templos, de esas cavernas, de estos castillos, monasterios, bosques...
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