Estábamos
pasando el anochecer del martes en el bar de la bahía, cuando apareció el
marqués de Carracedelo recitando trozos de poemas de don Antonio Machado, setenta
y cinco años de su muerte, compañeros, y todavía hay energúmenos en esta ciudad
que no han entendido esos versos del bardo republicano que dicen:
¡Este placer de alejarse!
Londres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos... para marcharse.
Pues
así declaraba el bueno de Machado, imaginador de regiones y existencias más
deleitosas, el placer que siente uno marchándose en tren de la estación de
Ponferrada hacia el misterio y la utopía... ¡Cuántas veces ensoñaría don
Antonio que allá enfrente, al otro lado del río, relumbraban aún las ruinas
románticas del castillo de los Templarios!
Regresaba
el marqués de sus aventuras por las ciudades más deprimidas del Noroeste Atlántico,
Lisboa, Braga, Astorga... oh amigos, mis ciudades que se duelen, ay, cantando fados y melopeas
a medianoche bajo el sol...
Y después de que levantáramos por tercera vez las
copas de la confabulación nos confesó que le habían diagnosticado una
enfermedad muy rara, compañeros, una enfermedad de costosa cura, una dolencia tan
paradójica como la melancolía de una ecuación integral, ¡hay que joderse!, a estas
alturas de mi vida que no sea capaz de contenerme y cada vez que veo por ahí a
un alcalde, a un concejal, a un procurador o a un banquero, me lanzo a
preguntarles cuántas clases de senos, cosenos, pollas y coños artísticos o
literarios conocen sus señorías, y si no han llorado alguna vez, cabrones, al
contemplar un triángulo isósceles pidiendo pan en la plaza del Mercado...
No quiso revelarnos el marqués de Carracedelo el nombre de semejante enfermedad... para no
contagiarnos. Pero fue su discurso encrespándose, llenándose de clavos y
espumas, amigos, no vengo de aguafiestas pero aquí el invierno es como un
exilio, y así estamos todos de trastornados. ¡Esta tierra dura que nos parió!
¡El país con más locos y borrachos por metro cuadrado del Noroeste Atlántico! ¡Y el cuerdo que no lleva en su alma un carnaval... arrastra con él un páramo
infinito!
Aquí entretenemos la mañana apuntando con el dedo a esos canallas y
embusteros que nos pelan, y luego nos pasamos las tardes mirando hacia el
poniente como quien espera la llegada de trenes cargados de geranios. Y así
vamos arrastrando los pies sobre barro empobrecido... Parece que no hemos
aprendido nada después de tantos inviernos. ¿Adónde vamos gritando solo con el
corazón contra todos los alambres del pesar? ¿Cuántos libros y fuegos contra
las hambres nos quedan por hacer? ¡Hay que joderse, compañeros! ¡Y a ver cómo
le cuento yo todo esto a mi linda princesa del Orinoco!