De tarde en tarde me siento frente al albergue San Nicolás
de Flüe, que se alza sobre un antiguo cementerio, y acabo conversando con
alguno de esos peregrinos que pasan... Cada peregrino es un vaso secreto, que
decía Al Faris Ibn Iaquim al Galizi.
De Quimper, en la Bretaña de Francia, venía esta señora, morena y esbelta de unos
cincuenta años, pintora de paisajes marinos y enamorada de los castillos templarios.
Fumaba como un carretero y hacía el Jacobeo convencida de que al llegar a la
tumba del Apóstol sería curada de todas sus neurastenias. Alma nacida para el
asombro, creía a pie juntillas todo eso que anda escrito en esos fantásticos libros
sobre arte y misterios del Camino de Santiago que se venden por ahí. Y mientras
reponía fuerzas en la terraza del café, se había puesto a releer uno que había adquirido
en Astorga...
De manera que había penetrado al mediodía en la tierra
mágica y tenebrosa del Temple y del místico Grial, en el territorio de las leyendas
más alucinantes y siniestras que jamás se hayan podido decir. Ya al cruzar El
Acebo, poblado cuyo nombre claramente testimoniaba su origen celta, pues esa
era la planta sagrada de los druidas de antaño, había sentido ella un levísimo éxtasis.
Y cautivada por los rumores de las aguas trucheras del Meruelo, había
vislumbrado sobre el puente románico de Molinaseca la gloriosa figura de Galaz,
caballero artúrico que hasta los valles del Silencio había cabalgado en su
demanda del Santísimo Copón.
Pero su arrobamiento había sido mayúsculo al
contemplar desde aquella colina la inquietante ciudad de Ponferrada, la
antigua Benforat celta y romana, en cuyo esotérico castillo guardaron los
monjes templarios el Arca de la Alianza y el Sacrosanto Grial, oh, qué maravilla, es
admirable que ustedes hayan podido conservarlos.
Pues le diré de paso, señora, que fue en esa colina, esa que
corta la carretera que conduce al monasterio de Montes, donde se produjo el
hecho atroz de uno de los milagros que nos refirió don Gonzalo de Berceo. El
romero se llamaba Guiraldo, y la noche antes de meterse en el Camino, en lugar
de hacer penitencia, se dedicó a fornicar con una amiga. Así que iba con su
mala ortiga peregrinando, cuando le salió al encuentro el Diablo en figura de
Santiago, que le echó en cara su folía y le ordenó que inmediatamente se cortase los
miembros que facen el fornicio. Y aquel romero, muy arrepentido, cogió y con un cuchillo que llevaba se los cortó... ¡Ahí mismo se realizó la hazaña!
Arrobada permanecía la cándida bretona. Y el libro continuaba contándole que al día siguiente llegaría a la villa de Carracedo y su monasterio,
reducto que fuera de sabios atlantes por donde el mismísimo Jesucristo, vestido
de peregrino, había pasado cuando iba camino de la India. Y, efectivamente, pidió el Nazareno alojamiento, y se lo negaron todos -excepto un mendigo que vivía en una choza de Cacabelos-, y cayó entonces el castigo divino con un diluvio que anegó casi
todo el Bierzo...
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