Vagando por la bahía del Pajariel, un atardecer de algas
fosforescentes y un fuego que venía del sur... Por ahí andaban buscando algunos
su ruta, sus itinerarios. La bahía es un buen lugar para reflexionar sobre lo
que no se tiene. Y experimentar desazón por no tenerlo.
Parecían una pareja estable, y se habían liado un canuto y
contemplaban con ensueño de islas azules el navío que zarpaba rumbo a Lisboa. Y
me invitaron a probar sus cerezas.
Piensan otras tierras, marchar quizá para no volver, no
saben todavía adónde irán a parar. Han asumido que el país, esta provincia,
estos valles, se están secando. ¿Y por qué no América? ¡Como en los viejos
tiempos!
Arte dramático estudiaron juntos en Madrid, y atados
por el amor desde aquellos días siguen esperando. “Somos actores mudos”, dice
ella. Y le sale por la boca el alma cargada de porvenir incierto. “Sería bonito
perderse por otros mundos”, dijo él, y citó una lista de países y ciudades no
imposibles: Estambul, Colombia, Yucatán, París, Berlín, Escocia... Todo un
poema de la toponimia más fantástica.
Poco a poco
iban mostrando su tortura. En cualquier momento se les podía caer de las manos
el cántaro de su sombrío amanecer. “¡Nos sentimos solos”, dice ella. “Todo está
cerrado”, dice él. La pesadilla les golpea con puño de bronce.
De pronto,
una bandada de gaviotas comenzó a revolotear sobre nuestras cabezas. Y apareció
entonces por el extremo sur de la bahía el Marqués de Carracedelo. Había estado
recogiendo durante la mañana la mitad de las cerezas de su fertilísima quinta,
y llevaba ahora entre las manos el Itinerario de la Virgen Egeria .
¿Estaba borracho de piedad? ¿O tramaba un viaje en mula a Tierra Santa?
¿Estaba borracho de piedad? ¿O tramaba un viaje en mula a Tierra Santa?
-Según mis cálculos, amigo Suárez, -y en verdad que embelesa la voz atrombonada del Marqués-, se cumplen este verano mil seiscientos
años de la muerte de la monja Egeria. Al Paraíso de las Vírgenes debió volar
por las mismas calendas en que se inició el desmoronamiento del imperio romano
occidental, el mismo año en que san Agustín finalizaba La Ciudad de Dios y los
salvajes visigodos nos invadían Iberia. Pajecillo me habría gustado ser de
nuestra bienaventurada abadesa, parienta del emperador Teodosio, como bien sabéis,
y atravesar con ella la Galia
meridional, cruzar el impetuoso Ródano, embarcarme en el puerto de Aquileya y
surcar el Adriático hasta alcanzar la ciudad de Constantinopla, y luego Alejandría... ¡Y contemplar
al fin los santuarios y cenobios de la Tebaida original! ¡Ah, qué emoción al coronar la
cumbre del monte Sinaí, y cenar en el mismo lugar donde al santo Moisés, cuando
estaba apacentando sus ovejas, le habló Dios desde una zarza en llamas! ¡Joder!
¡Eso sí que era ponerse el mundo por montera! ¡Egeria la intrépida! ¡Nacida, como dejó escrito san Valerio, en
el extremo litoral del mar Océano occidental, o sea, en el Bierzo! ¡¡¡Egeria, pionera de las emigraciones libres!!!