Los
estorninos del barrio propalando que se palpa cada día más miseria, que el
Rescate será la Ruina,
y que el invierno que nos espera, ay, pero que tenemos el derecho y el deber de
la desobediencia civil. Nos estremece el estruendo de su parla agorera y
subversiva. Los estorninos nunca engañan. ¿A quiénes molestan estos pájaros
civiles?
Me despido
de ellos y me siento a ver desde el café las huertas del camino de los Frailes,
y un poco más allá los valles y montes de la Tebaida, y el resplandor del atardecer de octubre
matizando las cadencias de nuestro Noroeste. Ojalá que el otoño sea largo,
aunque el otoño siempre hiere. El otoño como una sinfonía modernista
interminable...
Y voy
alternando la lectura de ese paisaje destellante con El último cuento de
Antonio Pereira, una delicia. El cuentista conviviendo en la habitación de un
hospital con un demente senil que se hace llamar Marqués, porque afirma ser el
marqués de Bradomín, el ínclito y católico marqués de Bradomín, noble y
quijotesco, como recién salido de la Sonata de otoño.
Y cuando ya se lo estaban
llevando los loqueros a la Realidad del Psiquiátrico, entra entonces en el café un
peregrino preguntando cómo está la carretera que conduce al monasterio de San
Pedro de Montes. Es un poco tarde para llegar a visitarlo, le digo. Y se sienta,
y le convido a una cerveza, y acaba revelándome la extraña promesa que le ha
hecho al apóstol Santiago. Huele a leña recién cortada, y una lejanía de mar en
calma se atisba en la pantalla de sus ojos. ¿Dormir una noche a la intemperie,
a las puertas del monasterio de Montes? Pero él ya no tiene miedo a los lobos.
Tampoco tiene prisa este gallego, así que otra cerveza y se entretiene
contándome la leyenda del lobo de san Froilán. Por esos valles del Silencio
pasaría el santo obispo montado en su lobo amansado camino de las murallas de
Lugo. Y que Froilán le hablaba a la bestia, y esta le lamía las manos, y que así
fue quitándole al lobo el pesimismo, la tristeza y la violencia.
-¡Pero imposible saber en qué lengua conversarían el lobo y
san Froilán!
Y hasta
llegó a conseguir que la fiera sonriese. Porque sólo cuando moraban en el
Paraíso haciendo compañía a Adán y Eva podían los lobos sonreír. Así que cruzarían
alegres por esas colinas místicas, y a la sombra de sus castaños parlamentarían
sobre las bellezas otoñales de este mundo, sobre los mil colores prodigiosos de
la floresta berciana. Y el santo de León le amonestaría así al desasosegado
lobo:
-Cuidado con los colores del otoño: tócalos con suavidad, que
no se rompan.
...Y aparece
entonces en el café una mujer altiva, le coge del brazo y se lo lleva en volandas. Una
pena no poder quedarnos con él un rato más en la leyenda.
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