Por el barrio dicen que vino de Francia hará más de quince años. Y que lo dejaron bizco en una manifestación de obreros y estudiantes de aquel Mayo del 68. Algunas tardes lo veo merodear por esas callejuelas del desaliento que tiemblan al paso de los trenes. A veces lleva un periódico doblado bajo el brazo, un periódico robado, dicen. Una perra de color canela y una pensión de mala muerte, eso es todo lo que de bueno le quedaba. Porque a la perra este verano “se la robaron”, “la mató él mismo”, “se la mataron”... Anda la gente averiguando.
Y que las noches no las pasa en su guarida, y que ni siquiera duerme, porque una mala conciencia que lo azota, que no lo deja en paz, y de ahí que camine tan encorvado por la calle y como sonámbulo, eso piensa el vecindario. ¿Pero de qué delitos se le puede acusar a este pobre viejo?
No es fácil hurgar en la conciencia de los náufragos del barrio. Así que el otro día, cuando entró en Little Jones, uno de los bares donde suelo rematar la tarde, me acerqué a él y le saludé diciéndole: Lo veo un poco triste desde que anda sin la perra.
Algunos días ni sale de su casa. A los veinticinco años se marchó a Francia a trabajar en la vendimia. ¿Ves esta mano? Era una mano como una corteza de árbol picoteada de remordimientos, e imaginé que en otros tiempos debió sostener un cuchillo capaz de matar a un hombre. Y por los pelos se libró de que lo lincharan los gabachos, porque se acabó enamorando de la mujer del amo de las viñas... ¡Si hubiera sido un poco más audaz, un poco más imprudente, aquella noche! Y después de su desventurada vendimia en el sur de Francia tuvo la suerte de encontrar otros trabajos, algunos muy sucios, no iba a vivir del aire. Su frente amarillenta y sus pómulos caídos conservan aún profundas cicatrices. Y quién le iba a decir que no volvería al Bierzo hasta que no pasaran treinta años. Fue como un exilio. Y el exilio le fue creando su lengua escabrosa, y esa memoria mordida de perradas.
No pude aguantar más y le pregunté entonces por qué clase de trabajo le están pagando todavía su pensión de mala muerte. Y le afloraron los colores de la vergüenza. Sí, es una puta miseria su pensión.
-¡Y tengo miedo de que me la quiten los cabrones del gobierno!
Por el barrio dicen que la desaparición de su perra lo ha dejado trastornado. Antes de despedirnos me arriesgué a recibir una mala contestación. ¿Qué fue de su perra, hombre? Y fue contándome... a regañadientes fue espumeando... hasta que le salieron ladrando dos cadáveres por los ojos:
-Se mata a una perra como se mata a un hombre.
-Se mata a una perra como se mata a un hombre.
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