Volver al barrio, volver a él con la alegría restaurada, y
perderse en la tarde por sus calles y penumbras...
Huele a
mostaza y azúcar requemado y los valientes gorriones siguen anidando en los
árboles de la misericordia. Del otro lado de la vía del ferrocarril llegan los
aullidos de los tiovivos y las tómbolas, la ciudad está en fiestas y tropiezo
entonces con un hombre bien vestido y recién afeitado que sostiene sin rencor
el cartel de la indigencia: “Sólo os pido una ayuda”. Parece que lleva un
jardín en llamas colgado de su cuello. Y pienso en la cantidad de filosofía
política que se necesitaría para extirpar a ese mendigo mientras el sol se
abisma en el mar del Pajariel.
Se asoma a
la puerta de su tienda la frutera más sexy del sureste de la ciudad, prende un
cigarrillo y sin compasión alguna arroja su pecado contra un corro de ancianos
que disputan acaloradamente sobre el número de reses que se matan al día en el
matadero comarcal. La voz de la frutera cae como una fresa en sazón:
-¡Esto es una ruina, cielo! ¡Cada vez se vende menos fruta!
¿Tendrá
algo más que decirme? Y ahí se queda, mirando la nada, fumadora compulsiva,
pensando tal vez en la nada.
Hay momentos
en que no queda más remedio que sacar el revólver de la lengua y disparar.
¿Para qué seguir vagando por ahí, observando el rostro de la gente, haciéndome
preguntas sobre sus pobres paraísos artificiales? Me azota el presentimiento de
que algún desastre está a punto de caer sobre la irresistible frutera. Así que
regreso a la frutería, le compro un cuarto de kilo de fresas y le disparo
invitándola a un café.
Hasta el
mes de junio era el Sándalo un café lleno de gritos, nubes y literatura. Ahora
estamos solos ella y yo y cuatro nubes como caballitos de mar que se elevan y
descienden caprichosamente sobre nuestras cabezas...
Y hablamos de las uvas de
esta tierra que pronto llegarán y a qué precio, y de las virtudes afrodisíacas
de las piñas y los melones. De pronto nos echamos a reír de todo eso, acabamos
de comernos las fresas y le prometo que al día siguiente le llevaré a la
frutería un libro de odas de Neruda, seguro que disfrutarás leyendo sus odas a
la ciruela, a la manzana, a la naranja y al limón...
Y quién sabe, a lo mejor te
traen buena suerte y vuelves a vender la fruta que vendías. Y ella, fruta
prohibida, me cuenta entonces que en la terraza de su casa le han vuelto a
florecer dos plantas de ‘maría’. Es preciosa la flor de la marihuana, y está
enorme, y por qué no fumarse de vez en cuando un porro. Pero tiene miedo de que la Guardia Civil irrumpa un día en su casa y...
Salimos del café y bajo la capa de estrellas el barrio es un inmenso poema social.
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