Nos ponemos entonces a la sombra de un castaño de Indias. Y
ahí vamos desahogándonos, contándonos angustias de septiembre, sudores de
barrio menestral. Algo hay de revolucionario en la líquida lentitud con que me habla
este hombre nacido en Portugal.
De acuerdo,
el otoño político-social se vislumbra muy encabronado, y es probable que los zorros
y los lobos bajen en noviembre hasta las orillas de la ciudad. Saldremos a la
calle y nos será difícil aplastar las ampollas de la rabia. Y acaso nos muerdan
la nuca cuando menos lo esperemos.
-¡Ahí nos encontraremos!
Pero los
vendimiadores del crepúsculo dicen que las uvas este año pesan menos, y que son
más pequeños los racimos. ¡Más grados alcanzará así el vino! Y pienso entonces
que con unos tragos de ese fresco tinto joven honraremos una vez más a todos
los bardos muertos de nuestra república.
Le gusta
callejear después de medianoche, porque a esas horas la realidad se
transfigura. El parque ya no es exactamente una amalgama de árboles y más
árboles, es como una detonación mística que sufriera el alma. Y el agua de esa
fuente donde beben los adolescentes del mediodía no suena de la misma forma, ni
desprende los mismos colores. Es este portugués de cara chupada lo que se dice ‘un
amante de las penumbras’, del silencio y las penumbras que reinan de madrugada
en una calle desierta, en una plaza vacía, en cualquiera de los rincones más
bellos de la ciudad.
Así que algunos días no regresa a casa hasta el amanecer,
se queda por ahí contemplando desde una veranda las torres del castillo del
Temple, el río Sil bajo el puente de los Faraones, la salida de un mercancías
de la estación de ferrocarril... Porque de madrugada dice que no se percibe tan
negra la realidad. También a esas horas, le recuerdo, sucede que acuden a
ciertas oficinas personas desesperadas por si caen unas horas de contrato.
-A la luz del día uno es más vulnerable.
¿De qué
cuento se ha escapado este hombre? Por su tez colorada como un tomate y las chispas
que le salen por los ojos se podría pensar que ha bebido más de la cuenta. Pero
lo cierto es que padece del corazón. Y que le cuesta lo suyo caminar en esa
silla de ruedas.
Segrega el
barrio espuma de obrero despedido, se extiende por el paseo la noticia de que
Santiago Carrillo ha muerto, descanse en paz el adalid del comunismo español,
un fenómeno, y fumando como un carretero hasta los noventa y siete años.
Pero
tiene que llover, sí, ojalá pronto la lluvia con su retahíla de pensamientos
más limpios.
-Para que no caigamos en la tentación de creer que esta luz
del sol es otro absurdo castigo económico más.
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