Salud,
mineros, oh creadores de la profundidad: Reescribo así el verso aquel con que
saludaba a todos los mineros del mundo el enorme poeta peruano que fue César
Vallejo. Más de cien años buscando el cielo bajo tierra, la utopía
encarbonada... Y los mineros “salieron de la mina/ remontando sus ruinas
venideras,/ fajaron su salud con estampidos...” Vuestra épica de detonaciones y
túmulos está siendo dinamitada. Como si la hierba y los líquenes se hubieran negado
a continuar creciendo en vuestra oxidada gramática universal.
¿Por qué rehuías
el ángel del carbón, “feo, de hollín y fango”, amigo Alberti? ¿Tenías miedo a
sus respuestas corales, a la unión de sus órganos de tinta negra y mineral
contra todos los desalmados de la tierra? Por eso luego les cantaste aquellos
versos comunistas que desembocaban en el mar Cantábrico, “de la mina salgo,
amigo, de la mina, soy minero, barrenero, ven conmigo”, y el resto que no voy a
transcribir. Pero entonces se alzaban los puños y se cantaba y aplaudía La Internacional. Ahora ni siquiera el himno, compañero.
Y tú,
Gonzalo Rojas, poeta hispanoamericano del carbón, ¿qué versos podrías añadir
hoy a la causa del “minero inmortal”? ¿Les ayudamos a los mineros del Bierzo,
de León, de Asturias, de toda España, les ayudamos a estos mineros hollinados,
enrabiados, furiosos contra la defunción presentida, llevándoles un vaso de
buen vino para que se repongan y mantengan su fe en las corrosivas honduras? Perdona
el temblor de mi lengua si te digo como a un muerto: La mina estrellada se
derrumba como noche torrencial.
Poco a poco
han ido sajándoles las bocas que buscaban, poco a poco quemándoles las banderas
que alumbraron nuestros pueblos y ríos de la adolescencia. Su especificidad era
una linterna mágica y un espectro febril. ¿Teméis que los antidisturbios de la
economía global estrangulen para siempre su metálica semántica? ¿Y nunca os habéis
preguntado a qué manos ajenas al dolor de sus pechos y las explosiones ha ido a
parar la mayor parte de sus ganancias?
¡Y si sólo
les quedase apuntalar con sus llantos las ruinas de su casa! Pongámonos en el
lugar de las mujeres y sus hijos, allá en el tiempo en que se extinga el último
minero. Pongámonos en el límite del desfallecimiento y la aniquilación. ¿De qué
sirven, pues, esos gestos tan extravagantes como el de entregar un casco minero
al Presidente del Gobierno?
Salud,
mineros, creadores de la profundidad. ¿Qué nos queda ya? ¿Resistencia a base de
batallas campales, pelotazos de goma y humo y heridas en los ojos? ¿Abrir con vuestros
gritos de hulla y antracita el socavón de la fatídica condena? Más de cien años
buscando el cielo bajo tierra, ay, esa utopía ‘encabronada’.
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