Porque cada noche que pasa es más intenso este sentimiento: «Cada día que pasa estamos más pobres». Como si todos los barrios de la ciudad se despertaran con cien kilos más de miseria después de haberse acostado sobre el bramido de la consternación.
¿Todavía podemos quejarnos en este clima de recortes económicos tan brutales? Huele a pobreza donde antes olía a delirio y frenesí. Y sin embargo son muchos los que aún sonríen como si nada realmente esencial en nuestras vidas estuviera quebrantándose. La pobreza habla como esas fachadas desconchadas que descubres al atardecer, como esas puertas astilladas que algún fantasma ha cerrado a cal y canto. La pobreza es un grito que transforma nuestra casa en una tormenta de arpones.
Voy descendiendo hacia el centro de la ciudad y encuentro tirado sobre la acera un ramo de rosas rojas artificiales. Me intriga su presencia y me pregunto qué habrá ocurrido en el corazón de quien esa mañana entró entusiasmado en la floristería y poco después decidió dejarlas tiradas ahí, en la calle General Vives. Atravieso despacio el puente Cubelos y recuerdo entonces que también la condonería de la calle de la Puebla ha sido cerrada. ¿Nos atarán? ¿Nos sedarán?
Sí, cada día que pasa estamos más pobres. Así que sólo brillan las farolas y me pongo a tararear aquella canción de El Último de la Fila, «Cuando la pobreza entra por la puerta/ el amor salta por la ventana...». La lluvia tenue y fría que está cayendo se limita a desvelar tan solo las vergüenzas, como si su misión consistiera en ocultarnos las lágrimas.
Y otra tienda que se traspasa. ¿Quiénes sostienen que la pobreza es un mal necesario, cósmico, universal? Tal vez los mismos que han celebrado en la capital de España ese estúpido e infructuoso Congreso Internacional sobre la Felicidad durante estos días republicanos de abril. Los ecos de la alegría social se van apagando, brilla esta ciudad bajo la lluvia como un hospital clínico de emergencias.
Camino por esas callejuelas del abandono, como recién salidas de la pesadilla de un dios despiadado, y me asalta el presentimiento de que vivimos ya en un estado de excepción. Y parece que el río Sil se ha quedado sin peces en mi lengua. Así que habrá que seguir escribiendo que cualquier día echarán de comer a los perros nuestra conciencia social, que cualquier noche levantarán en las afueras del oeste un campamento de pobres, y otro campamento de más pobres y proscritos en las afueras del sur...
Dos horas después veo que sigue ahí tirado el ramo de rosas artificiales. Nadie ha sentido lástima de él. Tal vez sea ese el destino natural de las flores de la pobreza.
¡Grande!
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