Llegó Octubre vestido
como un excéntrico juglar medieval, arrastrando sus ramas abiertas al Poniente,
y sobre los hombros un nido de estorninos que piaban contra el ocaso del sol.
Nos saludó en su lánguida
lengua gutural y le invitamos a sentarse a nuestra mesa, pero prefirió quedarse
de pie ahí, mirándonos con sus tremendos ojos de humo abacial.
Estábamos en la taberna
del Sil hablando de los cementerios, de la reconversión de los cementerios en
bellísimos espacios escénicos donde declamar los penúltimos poemas satánicos,
contar las más absurdas aventuras eróticas, o representar las piezas más
dramáticas de nuestra decadencia moral y cultural.
Y comenzó entonces
Octubre a arrancarse hojas de su áspera piel y a lanzarlas contra el techo, y al
caer iban leyéndolas respetuosamente nuestros corazones.
–No olvidéis los
bosques. Siempre en vuestra memoria el infinito crepúsculo celta. Vuestros son
estos bosques mitológicos atlánticos. Recordad la iluminación de William B.
Yeats: el espectáculo más admirable que jamás hayan construido la luz y la
sombra es el que se contempla cada mañana en vuestros bosques.
Y se hizo entonces un
silencio de teorías otoñales.
–Pisad un robledal, al
atardecer –continuó crepitando Octubre–,
sentid el silencio que hay entre dos robles, y oiréis entonces crujir
los huesos de vuestros antepasados.
Así nos iba revelando Octubre la semántica profunda de todos
nuestros bosques.
–Habéis nacido con un
bosque en vuestra piel. Y la memoria de lo que hayáis sido se morirá en un
bosque.
Eso dijo la última hoja
que se arrancó de su áspera piel.
Y con cara de calavera
meditabunda nos quedamos cuando Octubre, tras calarse su sombrero de hojas
incendiadas de octubre, se fue alejando hacia el ocaso.
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