Paso
algunos ratos, estos últimos días, en el Mirador de los Migrantes, a la orilla
del Sil, meditando sobre esto y lo otro y lo de más allá, sobre el mal endémico
de las escuchas ilegales, sobre las enfermedades infantiles del izquierdismo
español, sobre las recientes cursilerías literarias que han brotado en nuestra
provincia...
Medito en
vano, lo sé, y me desasosiego y acabo hablando en voz alta con esa estatua que
encarna la eterna migración. ¿Qué pensará ella de mí? Yo nunca voy a cuestionar
el derecho a la intimidad de nadie, aunque ese nadie sea un criminal, pero el caso es que desde niño siempre he soñado con ser espía, espía del KGB, espía del Mosad,
espía del MI6 británico...
Y sin embargo ella, esa
turbadora estatua del Migrante, no sabe aún qué es un izquierdista español
enfermo de optimismo antropológico, y cómo argumenta y se defiende un
izquierdista tradicional cristianoide y provinciano...
Medito en
vano, lo sé, y solo hace falta que pase un tren para que se me vayan esos
pensamientos a tomar vientos... Mejor, mucho mejor estaría —me digo ya en voz
baja— reflexionando sobre este paisaje vertical que me arranca del desasosiego,
sobre la gramática femenina de la purificación —ahora que se acerca la noche
de san Juan—, o sobre la genealogía de nuestros bosques atlánticos...
El verde de la bahía, la caída del sol, el olor de los raíles... todo este paisaje que acaba componiendo mi
vergonzosa ingenuidad política, cultural, existencial... En fin, mi
vergonzosa ingenuidad.
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