Desde esta
lumbre de café/romanticismo la rotunda blanquedad de ahí fuera se transforma en
el señor de Bembibre cabalgando en su Almanzor hacia el castillo de su sueño. ¡Oh qué buen
mantenedor del sacrosanto botillo hubiera sido don Álvaro de Bembibre! Caballero
del Temple enajenado, peregrino de las brumas del alba, todas las aves de la
República de Almendros están glosando su tribulación, y él solo frente al Sil...
Esta
morbosidad de huesos que chirrían, don Álvaro, esa nevedad con que duele menos nuestro
barrio estropeado, nuestra ciudad entumecida, y estos atardeceres de febrero que
tienen algo de la alucinación de las antiguas baladas nórdicas... Y sin embargo
hay muchos portales a los que aún no les ha llegado ni siquiera un gramo de
política social.
Siéntese,
don Álvaro, y comparta con nosotros las cosas más simples de esta vida: esta
luz escasa, esa nube tuberculosa, la sonata para piano a cuatro manos... Viene
usted con cien crepúsculos a cuestas y un pedazo de locura que espanta, y
todavía se atreve a preguntar por el jodido porvenir del Bierzo y cómo nos ha
ido desde entonces... En un Bierzo sin botillos ni castillos templarios, don
Álvaro, los jabalíes se pondrían a mear contra los patios litúrgicos y los urogallos
llenarían de burdeles el Valle del Silencio.
Hoy no se
embarcaría hacia el ocaso del Temple, don Álvaro. Hoy militaría usted en el
Anarquismo Lírico Surresistencial, con ese semblante de bardo del noroeste hablando
en lengua atlántica con los cantos de los ríos. Atrás parece que ha dejado la
mujer pálida que lo enloqueció, aquel amor tan desastroso como la esquizofrenia
de un lirio, aquella su mirada de heroína precaótica con algo de la triste
perfección de un poema de Petrarca.
En realidad
parece usted un romántico germánico, con esa marca del exilio que arrugará
siempre su frente y ese gesto al beber de artista neurasténico septentrional.
Conocerá entonces la genialidad del suicidio, la lógica expresionista de la
autodestrucción. Y no se moleste, don Álvaro, si le digo que en sus ojos aún
brillan los venenos que en su largo viaje debieron darle a beber las manos de
santas prostitutas arqueológicas.
A estas horas, en este café de Enrique Gil, uno comienza a hablar con corazón de diablo trastornado... pero con voluntad de reformarlo todo. ¡Oh qué gran mantenedor del todopoderoso botillo hubiera sido usted, don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre y de las montañas del Boeza, caballero del Temple enajenado!
A estas horas, en este café de Enrique Gil, uno comienza a hablar con corazón de diablo trastornado... pero con voluntad de reformarlo todo. ¡Oh qué gran mantenedor del todopoderoso botillo hubiera sido usted, don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre y de las montañas del Boeza, caballero del Temple enajenado!
¡Bravísimo!
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