Contempladas
desde el jardín de esta quinta, amigos, las puestas otoñales de sol son de otro
mundo.
Semioculta
entre las brumas verdes del poniente, durante más de siete siglos ha estado ahí
parpadeando, en una colina de suavísimo declive que moja sus pies en las
místicas aguas del lago de Carucedo.
La labraron
los templarios en tiempos de su mayor esplendor, y en la imaginación de Enrique
Gil era la quinta un edificio primoroso para fortaleza, “porque todos los
frágiles adornos y labores del gusto árabe se juntaban en sus afiligranadas
puertas y ventanas y en los capiteles que coronaban sus almenas.” Sus ruinas
aún nos piensan en clave de sol.
Se asoma
uno a su mirador al anochecer y aún avista entonces la falúa en que Beatriz,
cubierta con una especie de almalafa blanca muy sutil y con los cabellos
sueltos, parecía una nereida del lago.
Las áridas
cuestas del monte de los Caballos hacen espaldas a esta hermosa quinta. Venid
en son de fantasía y oiréis en su jardín el gorjeo medieval de los jilgueros,
las calandrias y los mirlos galaicos. Y podréis descubrir la escalera por la
que bajaba Beatriz a sentarse en el banco de su desolación, bajo un toldo de
jazmines. Y aun los vestigios de la capilla donde encargó que la enterrasen. Ahí
en lo más profundo del agua recogida yacen los restos inmortales de la tísica Dama
del Lago.
De
sospechosa realidad, es sin duda esta Quinta de los Templarios una de las siete
maravillas de la República de Almendros. En ella se puede entrar a hacer el
amor hasta el alba del alhelí... y aparecer vestido de comendador
revolucionario con la melena blanca y apostólica. Y me atrevo a deciros que sus
emparrados constituyen el único espacio ideal del Noroeste Atlántico para
convertirse al anarquismo lírico. Los más bellos caballos azules he visto yo
trotando por sus hierbas eucarísticas. Y ya he dicho que contempladas desde su
mirador las puestas otoñales de sol son del otro mundo.