UN GRAN PERSONAJE DEL BIERZO
EN LAS NOVELAS DE GALDÓS
Se nos ensancha el corazón cuando, estando leyendo un cuento o una novela de un escritor célebre y universal, de repente aflora el nombre del lugar donde hemos nacido o estamos en esos momentos viviendo (recuerdo la tarde en que vi escrito “Busdongo” en una novela del asturiano Ramón Pérez de Ayala: desde entonces varias veces he posado los ojos en esa página encantada de Belarmino y Apolonio). Si exceptuamos los relatos de nuestros grandes autores bercianos, son pocos los cuentos y novelas de fama internacional en cuyas páginas salen a relucir los nombres del Bierzo, Ponferrada, Villafranca, Bembibre o Cacabelos, y muy pocos aquellos en los que aparece enredándose en los hilos de la trama algún personaje oriundo de nuestra virgiliana república. En el corto espacio del que disponemos aquí nos detendremos en dar noticia de alguna de estas “curiosidades” -y en concreto de una muy notable- que se pueden observar en la obra narrativa del novelista español más grande después de Cervantes, o sea, don Benito Pérez Galdós.
Al canario madrileño don Benito debemos el honor de que el rico país del Bierzo y la ciudad de Ponferrada -las siluetas de sus empobrecidos castillos- figuren en su novela más universal. Iba don Benito escribiendo, hacia 188..., el capítulo X-vi de la primera parte de su Fortunata y Jacinta, cuando de pronto irrumpe en el despacho de don Baldomero Santa Cruz un personaje un tanto extravagante llamado Federico Ruiz, chico de mucho talento del que sabemos que es melómano y amigo de espiritistas. Pues de este Federico Ruiz, al que toman el pelo por sus raras erudiciones, nos dice el narrador que tenía en aquella época “la demencia de los castillos”, que estaba haciendo averiguaciones sobre todos los que en España existían más o menos ruinosos, para escribir una gran obra heráldica, arqueológica y de castrametación sentimental… En fin, Federico Ruiz “mareaba a Cristo con sus aspavientos por si tales o cuales ruinas eran bizantinas, mudéjares o lombardas con influencia mozárabe y perfiles románicos”, pero defendía a ultranza que no había castillos como los del Bierzo:
-¡Oh!, ¡el castillo de Coca!, ¿pues y el de Turégano?... -Pero ninguno llegaba a los del Bierzo- ¡Ah!, ¡el Bierzo!... la riqueza que hay en ese país es un asombro.
Aunque resultase luego que “la tal riqueza era de muros despedazados, de aleros podridos y de bastiones que se caían piedra a piedra”. Habría que verle poner los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la altura de las orejas para decir:
Hay una ventana en el Castillo de Ponferrada que... vamos... no puedo expresar lo que es aquello.
Como si fuese el Padre Eterno y toda la Corte Celestial los que se vieran por aquella ventana, apostilla el narrador. ¿A qué ventana se estaría refiriendo don Federico, aquel distinguido pensador que para no olvidar muchas de las cosas que tenía en el caletre se veía obligado a apuntárselas con lápiz en los puños de la camisa? Es esta una página escogida en la que nos detendremos siempre con especial placer y una pizca de melancolía…
Se acordó otra vez don Benito de Ponferrada cuando en el capítulo IV-x de la tercera parte de Fortunata y Jacinta nos cuenta que don Evaristo, un señor muy interesado en los destinos de Fortunata, a la hora de hacer su testamento no se olvidó de una sobrina suya residente en Ponferrada. Y también se acordó del Bierzo cuando en La de Bringas nos refiere que los Sánchez Botín –buena familia a la que pertenece el rico y despótico Alejandro, amante celoso y brutal de Isidora Rufete en La desheredada- son “de un alcurniado solar del Bierzo”. Y de pasada se menciona en alguno de sus episodios nacionales (Mendizábal, El 19 de marzo y el 2 de mayo, El equipaje del rey José). Pero no sólo del país del Bierzo y la ciudad de Ponferrada se acordó Galdós al idear las acciones y personajes de sus novelas.
Forjó en su magín don Benito un personaje muy famoso, un personaje que escogió para hacer de él, en palabras de Federico de Onís, el estudio más profundo y amoroso que jamás hizo Galdós de un alma humana. Ese personaje, al que bautizó con el nombre de Francisco Torquemada, llegaría a ser –tras sus apariciones en las novelas Fortunata y Jacinta, Lo prohibido, El doctor Centeno, La de Bringas, Realidad- el protagonista de su gran tetralogía novelesca compuesta por Torquemada en la hoguera (1889), Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el Purgatorio (1894) y Torquemada y San Pedro (1895).
En síntesis, Torquemada en la hoguera trata la figura del grosero prestamista don Francisco Torquemada y la muerte de su hijo Valentinito, niño prodigio, pese a las desesperadas obras de caridad de su padre. Torquemada es el simple usurero feroz en la realidad y leyenda de unas cuantas vecindades madrileñas. Ya en La de Bringas y en Fortunata y Jacinta se nos revelaba como un hombre más o menos sucio y repugnante y siempre en su raro aspecto de figura hierática, de extraña solemnidad. Tacaño empedernido, diremos que su vida profesional parece abarcar desde 1851 -cuando se establece con dinero heredado por su mujer doña Silvia- hasta su muerte casi cincuenta años después.
En Torquemada en la cruz don Francisco, tal y como le había recomendado Lupe, la de los Pavos, tras la muerte de su esposa se casa de nuevo con Fidela, una de las dos hermanas –la otra es doña Cruz- de la familia aristocrática arruinada de los Águilas. A don Francisco, sin embargo, lo rechazará siempre el ciego y excitado hermano de aquellas, Rafael del Águila. Una boda bochornosa y una enfermedad dejan a Fidela al borde de la muerte. Como ha señalado Peter G. Earle, desde el principio de Torquemada en la cruz se inicia la metamorfosis definitiva del usurero en figura grande y, simultáneamente, del protagonista activo en agente pasivo. Don Francisco abandona la voluntad propia para cumplir con las voluntades ajenas, en especial las de doña Cruz y José Donoso. Torquemada, el tosco “admirador sincero de cualidades que no poseía”, empieza a imaginarse como hombre de ciertas posibilidades. Se deja llevar. Su futura cuñada, directora financiera y casi esposa (Cruz) soslaya discretamente las primeras impertinencias lingüísticas y sociales y le instruye en materia de respetabilidad. Ya no dirá “mismamente” ni “ojo al Cristo”; no se vestirá de modo sucio y ordinario ni se despedirá de las tertulias tropezando con muebles y puertas. Acabará perdonando réditos y aceptando por esposa a la que le eligen. Torquemada está ya totalmente dispuesto a que se haga con él la voluntad de Cruz.
Y llegamos así a la tercera novela, Torquemada en el Purgatorio, para nosotros la más interesante. Ahí se nos muestra a don Francisco sometido a su cuñada Cruz, que multiplica sus gastos, y sufriendo ante la posibilidad de ser un marido engañado y por la desgracia de haber concebido un hijo que parece anormal. Se trata en esta novela del vertiginoso ascenso del antiguo usurero hacia las altas cumbres del mundo de las finanzas. Representa aquí Torquemada, según la crítica, el ascenso de la burguesía, el triunfo de los negocios y el eclipse final de la aristocracia.
Bueno, pues es al componer el capítulo seis de la primera parte cuando por fin Galdós se decide a descubrirnos el origen patrio del prestamista, el nombre de la villa donde nació y pasó sus primeros añitos don Francisco. Están su cuñada Cruz y su esposa Fidela tratando de convencerle para que viajen a París y se lleven a su hermano Rafael con el fin de que le vea el doctor Charcot, cuando se nos aparece lo siguiente:
-Digo que curaremos a Rafael, y de paso, verás tú a París, que no lo has visto.
-Ni falta que me hace.
-¿Que no? ¿Te parece que no es desairado tener que decir, cuando se habla de grandes poblaciones: «pues señores, yo no he visto más que Madrid... y Villafranca del Bierzo»?... No te hagas el zafio, que no lo eres. ¡París! Si tú lo vieras, se ensancharía el círculo de tus ideas.
Es, pues, su esposa Fidela la primera que nos revela, muy delicadamente, el origen berciano del tacaño Torquemada, el nombre de la villa que vio nacer al más grande usurero del universo narrativo español: ¡Villafranca del Bierzo! Poco después, hallándose en compañía del pedante Zárate, quien supone que don Francisco ha leído el Novum organum de Bacon, sabemos un poco de la índole del educador que instruyó en la infancia a nuestro protagonista y los métodos que empleaba para despertar su inteligencia:
-Allá en mis tiempos de muchacho […] ¡Ah! le diré a usted... Mi maestro fue un tío cura, que metía las ideas en la mollera a caponazo limpio, y yo tengo para mí que mi tío había leído a ese otro sujeto, y se lo sabía de memoria.
A medida que Torquemada el Peor, como así se le conoce ya, se va haciendo hueco en la sociedad, las murmuraciones sobre su conducta y carácter pierden su acritud, o sea que el tacaño gana poco a poco partidarios y aun admiradores. Su altiva cuñada doña Cruz trata por todos los medios de ennoblecer al que es “su hechura y su obra maestra, al rústico urbanizado, al salvaje convertido en persona, al vampiro de los pobres hecho financiero de tomo y lomo, tan decentón y aparatoso como otro cualquiera de los que chupan la sangre incolora del Estado y la azul de los ricos”. Ella y el amigo Donoso a toda costa quieren hacer a Torquemada nada menos que ¡senador! Y a solas piensa él:
¡Senador yo, yo, Francisco Torquemada, y por contera, Gran Cruz de la reverendísima no sé qué...! Vamos, vale más que me ría, y que, defendiendo la bolsa, les deje hacer todo lo que quieran, inclusive encumbrarme como a un monigote para pregonar ante el mundo su vanidad...
Y, en efecto, un buen día su socio el señor Serrano le comunica que van a sacarle… ¡senador por León!, obteniendo así el honor de representar a su tierra, el Bierzo, y hacer realidad las reivindicaciones de los “berzanos”, gentilicio con el que se designa aquí a los moradores del Bierzo:
-No, no tendrá usted que gastar sino muy poco dinero... Un almuercito a los compromisarios... una docena de telegramas...
-¿Pero qué, con cien mil pares de copones?
-Que le sacamos a usted senador.
-¡A mí!... ¿Pero cómo, vitalicio, o...?
-Electivo. Lo otro vendrá después. Primero se pensó en Teruel, donde hay dos vacantes; luego en León. Vamos, representará usted a su tierra, el Bierzo...
-Menuda plaga va a caer sobre mí. Dios me guarezca de pretendientes berzanos, y de pedigüeños de toda la tierra leonesa.
¿Conocía tan bien a sus paisanos como para acusarles de molestos pedigüeños, o son más bien su ideología y su tacañería las que le empujan a considerarlos de esa forma? Veámosle explicarse a la mañana siguiente con su ambiciosa cuñada, contrariada porque no se ha conseguido que sea vitalicia la senaduría otorgada a don Francisco:
-[.]Ni qué falta me hace a mí ser senador, y sentarme en aquellos bancos. Únicamente por tener el gusto de decir cuatro verdades, pero verdades, ¿eh? Por lo demás, yo no lo ambiciono, ni de cerca ni de lejos. Mi línea de conducta es trabajar en mi negocio, sin echar facha... Y si quieren darle ese turrón a otro, que se lo den, y buen provecho le haga.
-Yo pensé no aceptarla; pero lo tomarían a desaire, y no conviene... Seremos, digo, será usted senador electivo, y representará a su país natal.
-Villafranca del Bierzo.
-La provincia de León.
-Ya estoy viendo la nube de parientes con hambre atrasada que van a caer sobre mí como la langosta... Usted se encargará de recibirles, y de irles despachando con un buen jabón; que para estos casos viene muy bien su pico de oro.
Pero no acaba ahí el ascenso, porque al millonario y miserable Torquemada lo elevarán también a la categoría de marqués, le comprarán -con sus propios dineros, eso sí-, el “Marquesado de San Eloy”. En vano se quejará ante su esposa Fidela de que su paciencia y su tacañería tienen un límite:
-No, no, Francisco Torquemada ha llegado ya al límite, al pastelero límite de la paciencia, y de la condescendencia, y de la prudencia. No más Purgatorio, no más penar por faltas que no he cometido; no más tirar por la ventana el santísimo rendimiento de mi trabajo. Dile a tu hermana que se limpie, que si quiere ser Marquesa, que le encargue la ejecutoria a un memorialista de portal, que todo viene a ser lo mismo, ¿pues qué es el Estado más que un gran memorialista con casa abierta?
Y es que no puede el hombre olvidarse de sus plebeyos ascendientes bercianos, le parece imposible adquirir esa categoría cuando su abuelo había ejercido en Villafranca (¿o fue en Paradaseca?) el noble oficio de ¡capador de gochos!:
-¡Yo, yo Marqués! -exclamó el tacaño con explosión de risa-. ¡Mira tú que yo Marqués!
-¿Y por qué no? ¿No lo son otros?...
-¿Otros? ¿Y esos otros tuvieron por abuelo a uno que vivía de la noble industria de hacer a los señores cerdos una operación que les ponía la voz atiplada? ¡Ja, ja, me muero de risa!
Se añadieron, pues, al escudo de los Torquemadas -apellido de “noble sonsonete, de composición castiza, y muy propio para buscarle orígenes tan antiguos como los de Jerusalén”- los sapos y culebras del marquesado de San Eloy. Y la suerte se alió una vez más con don Francisco, y podemos decir que también con todos los bercianos. Pues a poco de tomar asiento en el Senado, aprobada sin dificultad su acta, limpia como el oro, se votó algo extraordinario, se votó nada menos que
el proyecto de ferrocarril secundario de Villafranca del Bierzo a las minas de Berrocal, empantanado desde la anterior legislatura, proyecto por cuya realización bebían los vientos los berzanos, creyéndolo fuente de riqueza inagotable.
¡Pero si las Minas de Berrocal están en la provincia de Huelva! ¿Un proyecto de ferrocarril de Villafranca a Berrocal? ¿Habría sido un berciano el inventor de semejante plan? ¿De dónde saca Galdós este increíble proyecto de ferrocarril? ¿De su magín calenturiento, o de algún informe técnico real que distorsiona y deforma para reírse un poco de la vanidad de don Francisco y de las ilusiones desproporcionadas de todos los bercianos? ¿Conocía acaso el no menos fantástico proyecto de vía férrea de 1877 que había de unir Villafranca a Ribadeo? Locuras mayores se veían entonces, como la que consistió en acometer el trazado de vía férrea desde Toral de los Vados hasta Villafranca. El caso es que este asombroso proyecto se convertirá literariamente, como veremos, en un leitmotiv muy atractivo para el desarrollo de la novela.
¿Qué sucedió después de dar vía libre al proyecto de marras? Pues que los de allá, o sea, los bercianos en particular, y los leoneses en general, atribuyeron este rápido triunfo a influencias del nuevo senador, a quien se suponía un gran poder, y armaron un alboroto de mil demonios, aclamando con roncas voces al preclaro hijo del Bierzo, hasta el punto de perder el seso los jubilosos vecinos de Villafranca:
Porque no hay idea de los telegramas rimbombantes que le pusieron de allá, ni de los panegíricos que en su honor entonaron el alcalde en el Ayuntamiento, el boticario en su tertulia, el cacique en mitad de la calle, y hasta el cura en el púlpito sagrado. Y trajo una carta El Imparcial, en que narraba el efecto causado por la noticia en aquella sensata población, describiendo cómo había perdido el sentido todo el sensatísimo vecindario; cómo habían sacado en procesión por las calles, entre ramas de laurel, un mal retrato de D. Francisco que se proporcionaron no se sabe dónde; cómo dispararon cohetes, que atronaban los aires expresando la gratitud con sus restallidos, y cómo, en fin, le aclamaron con roncas voces, llamándole padre de los pobres, la primera gloria del Bierzo, y el salvador de la patria leonesa.
Y lo que se temía el suspicaz tacaño: que apareció la plaga de pedigüeños solicitando todo tipo de gracias y favores, desde gentes de Astorga que le traían mantecadas –en varias novelas se acuerda don Benito de las mantecadas de Astorga- hasta un paisano suyo, sablista y lisonjero, que le envió “un proyectillo, muy bien dibujado por cierto, del monumento que se elevaría en Villafranca del Bierzo para perpetuar la gloria del hijo preclaro, etc.”. Y no se olvida el narrador de apuntar algo que ha de enternecer especialmente a los vecinos de Paradaseca:
Entre los de paño pardo y refajo verde, vinieron dos o tres que habían conocido a don Francisco cuando era un chaval que andaba descalzo por los lodazales de Paradaseca.
Una vez más se sacan a relucir los míseros y desventurados orígenes bercianos del señor Torquemada cuando, al finalizar la segunda parte de la novela, discutiendo con su cuñada sobre el despilfarro que supondría contratar a dos amas de cría de la Montaña para proporcionarle leche al hijo que le acaba de nacer, le suelta:
-¡Pero para qué necesita mi pimpollo dos amas, Cristo, re-Cristo! ¡Cuatro pechos, Señor de mi vida, cuatro pechos...! ¡Y yo que no tuve ninguno de madre, pues me criaron con una cabra!
Sucede luego que del voto a favor del proyecto pasa el señor Torquemada, por consejo de su socio el señor Serrano, al negocio de tomar en firme todas las acciones del ferrocarril de Villafranca a Minas de Berrocal,
con lo cual se mataban de un tiro muchos pájaros, pues los berzanos verían en ello un nuevo triunfo de su ídolo, y este y sus compinches harían una buena jugada largando las acciones después de hacerlas subir, por las artes que a tales combinaciones se aplican, hasta las nubes.
Tal jugada provoca la que será una de las escenas más esperpénticas de la novela, la escena del banquete monumental con el que varios individuos de la colonia leonesa de Madrid, locos de entusiasmo, van a obsequiarle, una fiesta que no limitan al elemento leonés con el fin de dar a la manifestación “carácter nacional, público y solemne homenaje al hombre extraordinario que ponía sus capitales y su inteligencia al servicio de los intereses públicos”.
Y a principios de mayo se celebra el banquete en honor del grande hombre. Los discursos que en tal banquetazo dan los oradores más patrióticos son muy sonados. Y mientras espera Torquemada su turno, su vecino, un señor viejo, leonés, propietario rico, senador y algo beato, le entretiene “charlando de cosas y personas del Bierzo”. Hubo, claro está, breves panegíricos proferidos por ilustres leoneses, y alocuciones que desentonaban, como la de aquel que “expresó su sentimiento por que el señor de Torquemada no fuese hijo de Madrid”, idea contra la cual protestaron airados los leoneses. Pero el detalle tierno de la solemnidad –apunta el narrador-- lo dio uno que había venido de Villafranca del Bierzo y “aseguró ser sobrino del cura que bautizó a don Francisco”. Una pena que el narrador-cronista no se tomara la molestia de reproducir las oraciones de aquel circunspecto villafranquino.
Y al fin tomó la palabra el héroe de la fiesta, don Francisco Torquemada, quien entre otras cosas no tuvo escrúpulos para confesar que era un individuo rudo y de la clase de pueblo, nacido en la mayor indigencia, pero “lanzado a emprender obras muy importantísimas, sin ambición alguna de lucro privado”, y a favorecer a su patria natal llevando la locomotora con su penacho de humo a través de los campos:
Si yo no idolatrara la ciencia y la industria como las idolatro, si no fuera mi bello ideal el progreso, yo no patrocinaría la locomotora, patrocinaría el carromato, y no vería más lazo de unión entre los pueblos que el ordinario de Astorga, o el ordinario de Ponferrada. Pero no, señores; yo soy hijo de mi siglo, del siglo eminentemente práctico, y patrocino el ordinario, mejor dicho, la ordinaria del mundo entero, la locomotora. (Frenéticos aplausos.)
No tiene empacho tampoco para declarar modestamente su verdadera contribución al asunto del ferrocarril, proclamando que no ha hecho otra cosa que obedecer al impulso de un ilustre y particular amigo suyo, el señor Marqués de Taramundi, “el que ha movido toda la tramoya de la vía férrea”, y a quien se debe la coronación del éxito, “porque, aunque no ha figurado para nada, detrás de la cortina ha manejado todo muy lindamente, de modo que bien puedo deciros que ha sido... pasmaos, señores, el Deus ex machina del ferrocarril de Villafranca al Berrocal. (Ruidosísimos aplausos. Los leoneses se rompen las manos.)”. Termina su estrambótico discurso y las ovaciones no tienen término, le abrazan efusivamente, aquello fue el delirio…
Un personaje, este Torquemada de Villafranca, que en determinadas escenas prefigura alguno de esos grandes personajes carnavalescos de Valle-Inclán, y al que Galdós decide provocarle la muerte –eso sucederá en Torquemada y san Pedro- tras la comilona que se da en un figón con gentes humildes y marginadas de su patria, gente astorgana y berciana con acentos galaicos: su viejo amigo Matías Vallejo; Blas, el ordinario de Astorga; Higinio Portela, sobrino de un tal Deogracias Portela, que tuvo la pollería de la Cava…
No cabe duda de que el origen villafranquino que en un momento dado de la tetralogía Galdós le cuelga a su Francisco Torquemada hubo de venirle por su conocimiento de la existencia en Villafranca del Bierzo de la casa-palacio de los Torquemada -palacio del siglo XVII que perteneció al matrimonio Antonio López de Cangas y Monroy y doña Ortega Torquemada, de donde el nombre de la mansión (J.A.Iglesias)-, casa a la que la mente popular suele atribuir un entroncamiento con la del famoso inquisidor dominico del siglo XV fray Tomás de Torquemada. Tal vez Galdós fuese informado de la presencia de un “Torquemada” berciano por aquellos estudiantes, abogados y diputados de León y el Bierzo que se reunían en las tertulias políticas y literarias del Madrid de la Restauración. ¿O acaso se había perdido alguna vez don Benito por Villafranca y sus alrededores, y había podido así saber de sus famosas calles, palacios, personajes y vestigios “inquisitoriales”? Si ya una vez había estado y pernoctado en Villafranca Isabel II -por cierto que en la novela se nos dice que la misma reina no tomaba determinación alguna sin consultar a don Francisco, y cada lunes y cada martes le sentaba a comer en su mesa-, ¿por qué no pudo haberse detenido y pernoctado don Benito alguna vez en Villafranca? ¿Tal vez cuando pasó con su amigo Pereda camino de Portugal? ¿O cuando se iba de incógnito a ver a doña Emilia?
Desde luego, emparentar al “nuevo avaro” con el famoso inquisidor del mismo apellido no le fue difícil, pues bien es cierto que las demandas de pago constituyen un tormento para los deudores: el usurero-inquisidor atormenta a los que pecan contra la fe del capitalismo, el dinero. Tras esa comparación del usurero con el implacable inquisidor, que tan bien nos dejó escrita al comienzo de su Torquemada en la hoguera, se vio don Benito empujado a procurar a su personaje –el cual nunca se cansa de recordar su ascendencia humilde y menestral, aspecto en el que la crítica no se ha detenido suficientemente- un origen popular, rústico, que diera visos de verosimilitud a su peripecia ficcional y que a su vez permitiera marcar de forma más honda el contraste con el estado económico-social que alcanza en su carrera económico-política. Había más lugares en España donde habían morado y aún moraban algunos Torquemadas famosos, pero lo bonito del caso es que don Benito prefirió hacer a su Torquemada natural de Villafranca del Bierzo. ¡Ahí quedaba eso!
Y baste por el momento acerca de esta “curiosidad” novelesca (que no deja de ser un pretexto para que se lean las novelas citadas), curiosidad que acaso oculte alguno de esos mecanismos más sutiles que entran en juego a la hora de componer un texto de ficción realista.
Nota bibliográfica:
Las citas de Torquemada en el Purgatorio están tomadas del tomo Las novelas de Torquemada de B. Pérez Galdós, editado por Alianza Editorial, 1998. Los trabajos de Yolanda Arencibia et alia (Creación de una realidad ficticia: "Las novelas de Torquemada" de Pérez Galdós, Castalia, 1997), y los de P.G. Earle, A. Sánchez Barbudo, F. García Sarriá, P. Ullman y L. Fernández-Cifuentes, recogidos en los Anales Galdosianos de 1967, 1978, 1980 y 1982, nos han sido muy útiles para poder elaborar nuestro texto, así como los de Ramón Carnicer (Del Bierzo y su gente), A. Pereira (Crónicas de Villafranca), J.A. Iglesias (Villafranca del Bierzo), la Historia de El Bierzo (1994) y la Crónica Contemporánea de León (1991).
JOSÉ LUIS SUÁREZ ROCA
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